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El pasado fin de semana estuvo de campaña en varios puntos de la Península el presidente Andrés López, y aunque desde luego habló de una gama de temas, el más importante para él fue la promoción del llamado Tren Maya, un proyecto que hace surgir esperanzas en el corazón de muchos ciudadanos de la región, pero también dudas y temores en las mentes de importantes sectores. Quizá lo más preocupante son las dudas de que, una vez en funcionamiento el servicio, no haya suficientes usuarios para lograr que sea económicamente autosuficiente. Se ha dicho mucho del tema y aquí sólo subrayaremos dos puntos:

1. ¿Está el proyecto debidamente respaldado por estudios que nos puedan garantizar que no habrá impacto al medio ambiente, o por lo menos que será mínimo? Si los estudios existen, o existirán, darlos a conocer es o será una obligación del gobierno federal. Hace unos años, cuando se creó una reserva ecológica en el sur de Yucatán, el que era entonces titular de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Medio Ambiente, Eduardo Batllori Sampedro, explicó a los periodistas la importancia de que las diferentes especies de animales silvestres contaran con corredores naturales que les permitieran buscar de un lado a otro su alimento, y en ese sentido subrayó que las carreteras no deben ser obstáculos para esos desplazamientos. ¿No lo será la vía férrea?

2. ¿A quiénes incluirá la “consulta a los indígenas mayas” que dicen que se hará? Salvo en algunas poblaciones pequeñas, alejadas y por ende muy pobres, los mayas ya no existen, y los que vivimos en esta entidad somos casi todos mestizos, descendientes de españoles y los habitantes originarios. ¿Ser pobre es ser indígena maya? ¿Tener apellido español lo excluye a uno de esa etnia? Con demasiada frecuencia se ha utilizado el “indigenismo” para justificar acciones políticas de antemano ya decididas.

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Muchos niños de Dzilam González que ahora somos adultos mayores (o casi) crecimos en medio de leyendas y cuentos de miedo, por ejemplo aquél del brujo que, luego de dar siete o nueve vueltas al revés y otras tantas al derecho en su casa, se arrancaba la cabeza, se subía al cerro que está en el centro de la población (vestigios de una pirámide maya) y salía volando para asustar a la gente de la zona. Sus fechorías acabaron cuando su esposa lo descubrió, y tomando la cabeza depositada sobre una pila de leña cubrió de sal la parte de la garganta, condenando al brujo a andar sin cabeza por toda la eternidad.

Ese cuento, que probablemente tiene otras versiones en otros poblados, forma parte del bagaje cultural con el que muchos vemos ahora las fiestas en honor a los difuntos. Pero no nos engañemos, los yucatecos, y creo que en general los mexicanos, sí le tememos a la muerte, la respetamos y, a menos que estemos ebrios o desquiciados, no la invocamos ni la retamos. ¿A usted sí le simpatiza la Calaca?

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