Los papás, nuestros primeros héroes
El poder de la pluma
La primera y última vez que mi padre me construyó un “globo”, una especie de papalote cúbico, quedé tan impresionado que, rebasados ya los 60 años de edad, todavía recuerdo hasta de qué color era el papel de china que sirvió para ese juguete volador. Estoy casi seguro de que nadie en Dzilam González tuvo antes o después un “globo” como el mío.
Quiero mucho a mi madre, jamás podría olvidar todos los cuidados que me dio de niño, a mí que soy el mayor de sus hijos, el primero que aprendió a cuidar. Pero los momentos más significativos de mi niñez y adolescencia los viví con mi ahora difunto padre.
Ya muchas veces he dicho que don Venancio Peraza Campos fue mi primer héroe. Él podía pedalear en bicicleta casi 40 km llevándome a mí atrás en la parrilla de ida y vuelta de Dzilam González hasta la zona de “La isla” cerca del puerto de Dzilam Bravo. Él me enseñó cómo sacarle a un bagre el anzuelo que ha tragado sin que te clave alguna de las púas que tiene en sus aletas, y me mostró cómo diferenciar una rubia de un canané.
También me mostró cómo se derriba una vaca pasándole una cuerda alrededor de la panza y jalando fuerte. La verdad yo nunca pude hacerlo, y a lo mejor en eso soy la vergüenza de la familia porque mi abuelo paterno y todos mis tíos y primos de esa rama hacían ésa y otras tareas del manejo de ganado.
Crecía mi admiración cuando mi padre me contaba sus aventuras, como cuando trabajaba como chofer en la Policía Judicial en Mérida y le ordenaron ir en busca de “un paquete” en cierta dirección. Cuando llegó no pudo menos que sorprenderse al ver que se trataba de una mano humana que alguien había encontrado, y había que averiguar de quién había sido.
En otras ocasiones me contaba sus aventuras en el mar, como cocinero y guardaespaldas del jefe de un barco pesquero cuyo carácter violento a menudo le ganaba las antipatías de su tripulación, que a veces intentaba amotinársele. Venancio, hombre de grueso cuerpo, ojos verdes y a quien le encantaban las peleas –en ese entonces los pleitos eran a puñetazo limpio y sin rencores posteriores–, se encargaba de calmar los ánimos y poner a salvo al malgenioso capitán.
Mis ocho hermanas y hermanos menores quieren tanto o más a mi papá que yo, pero sólo yo lo acompañé en el campo y en el mar, a pescar o a cargar su camión de tres toneladas con calabazas, leña, cerdos, etcétera.
Por eso me siento con la obligación de reivindicar la memoria de mi padre y, con la de él, la de todos los papás del mundo que, si bien no podemos nunca suplir las cualidades de las madres, sí podemos sentirnos orgullosos, la gran mayoría, de los sacrificios, valores y conductas que hicimos o les enseñamos a nuestros hijos e hijas.
Que este domingo próximo todos pasen (sin olvidar las precauciones aún obligatorias por el coronavirus) un feliz Día del Padre. Los papás también tenemos corazón, y éste pertenece a nuestros hijos.