Una hazaña estilo Cupido Motorizado
El poder de la pluma
El colofón de nuestra aventura que les conté la semana pasada, en la que atravesamos en noche lóbrega la Sierra Madre de Chiapas, fue que no pudimos llegar esa vez a la hermosa ciudad de San Cristóbal de las Casas, pues una llanta del Volcho tronó y reponerla afectó nuestro presupuesto de viaje.
Tuvimos otras anécdotas y aventuras con nuestro “Escarabajo” color amarillo crema, como cuando una tarde regresábamos de Dzilam González y en Cholul, ya muy cerca de Mérida, la bomba de gasolina no quiso trabajar más. Intentaba yo arreglarla cuando se detuvo junto a nosotros un tipo que dijo ser mecánico y que él podía hacer la reparación.
El sujeto estuvo buen rato metiéndole mano a nuestro cochecito hasta que, ya a punto de oscurecer, mató su pavo, es decir, declaró que no podía reparar la falla y se fue, dejándonos el problema un poco más grave, pues se le había caído una pieza que por la incipiente oscuridad no pudimos encontrar.
Mi esposa y mi hijo (aún no nacía el segundo) ya tenían caras de cansancio, así que le metí ingenio al asunto y con las mangueritas que alguna vez sirvieron para rociar de agua el vidrio panorámico, y limpiarlo con los limpiaparabrisas, hice unos empates y logré que la gasolina que venía del tanque cayera directamente al carburador, ya desprovisto de aquella cabezota de plástico que era el filtro de aire del VW Sedán.
El vehículo arrancó, el carburador no se ahogó y así llegamos a Mérida, con un recurso improvisado que estoy seguro que con ningún otro vehículo habría funcionado. Si vio usted las películas de Cupido Motorizado, recordará que en una hay una escena en la que el dueño del coche le coloca unas ruedas de carreta, y así logra salir de un apuro. Casi de ese tamaño fue la “hazaña” que hicimos en Cholul.
Esa anécdota ocurrió en los comienzos de los años ochenta, y me resulta imposible no recordar dos cosas: una es que la “carretera” para ir de Mérida a Dzilam González era mala o muy mala, y prácticamente sin señalamientos; y la otra es que atravesaba muchas poblaciones, grandes y pequeñas, lo que permitía observar el deprimente espectáculo vespertino que daban muchos hombres tirados sobre las banquetas o de plano en las polvorientas calles, ya completamente borrachos, mientras otros que aguantaban más seguían embriagándose en la calle, sentados sobre piedras formando corrillos para parlotear con profusión de insultos. Las peleas a golpes eran cosa común, y los dos o tres policías que había en cada población ni se metían con los campesinos alcoholizados, en parte porque eran pocos y los temulentos muchos, y en parte porque con frecuencia el presidente municipal o alguno de sus representantes era quien hacía el negocio de vender trago barato para la “diversión” de los campesinos. El ejido henequenero permitió enriquecerse a algunos y degradó y dejó sin dignidad a muchos.