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En un día lluvioso como el de hoy, en el que resentimos los efectos que genera una tormenta tropical con intenciones de convertirse en ciclón, es fácil viajar hacia atrás en el tiempo para recordar cuán diferente veíamos, los que nacimos en pequeños poblados del interior del estado, la lluvia hace más de medio siglo.

Para el campo, la lluvia era y nunca dejará de ser fuente de vida, e insumo para que la gente que vive en ese medio produzca los alimentos que todos consumimos, incluyendo los habitantes de la ciudad. El campesino que tenía tierra y agua, y desde luego también muchas ganas de trabajar, tenía todo lo que necesitaba para vivir, dar de comer a su familia e incluso lograr un pequeño ahorro que permitiera que sus hijos estudiaran cuando menos la primaria y secundaria. Ya terminar una carrera era algo más grande, que muchos lograron a partir del tesonero esfuerzo físico de sus padres.

Por eso insistimos en que mientras para los habitantes de la ciudad un día nublado y lluvioso es un “mal tiempo”, para quienes se dedican a la agricultura, la ganadería, la apicultura, etcétera, el agua que cae del cielo es una bendición. ¿Que causa algunos problemas en nuestras ciudades? Sin duda que sí, pero en el campo cada gota de agua que cae del cielo se siente como dones o riqueza que el Todopoderoso envía para ayudar a los reyes de su Creación.

Cuando la incansable y valiente tía Antonia (una vez mató a machetazos un venado) nos pedía a sus sobrinos que no nos quitáramos los zapatos cuando acababa de terminar de llover, era porque la temperatura del aire y del suelo había bajado notoriamente y se había vuelto un peligro para nuestra salud. “La enfermedad entra por la cabeza y los pies”, decía.

Hoy, cumpliendo lo que deseaba cuando me quedaba encerrado en las cuatro paredes de la Redacción del periódico, me he sentado en una silleta en el pequeño porche de mi casa para ver caer la lluvia sobre la calle pavimentada y los árboles que sobresalen de los muros en mi vecindario. Un café tiene efectos paradisíacos y ayuda a que en nuestra mente el rincón donde vivo en Mérida, rodeado de cemento arriba, abajo y en los cuatro costados, se convierta en un monte bajo, apenas visible por las cortinas de agua de lluvia.

En “Alma llanera” (una pieza musical que es considerada el segundo himno nacional venezolano) el español Julio Iglesias afirma que “yo nací en esta ribera del Arauca (un río de Venezuela) vibrador”. En mi Dzilam González no hay río alguno, pero Dios no se ha olvidado de nosotros y cada año nos regala dos temporadas de lluvias, algunas de gran volumen. Yo recuerdo ese favor cada vez que el padre Melchor Rey, al disponerse a cerrar la misa, nos desea que “la bendición de Dios todopoderoso descienda (como lluvia, pienso enseguida) sobre ustedes, sus cultivos, su ganado, y permanezca para siempre”. Así sea.

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