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“Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija”. No, no es Mérida. Se trata de Comala de Juan Rulfo, aunque en las últimas semanas se han ido fundiendo las diferencias conforme la temperatura de la capital yucateca aumenta. El sol quema como si se encontrara a la vuelta de la esquina, el calor sofoca; el viento, cuando lo hay, abrasa inclemente.

Son las nueve de la mañana que hierven como tres de la tarde. En Las Américas, como en la mayoría de los fraccionamientos de la época reciente de la capital yucateca, domina el concreto incandescente donde antes se imponía el verde de los árboles.

Ciudad Caucel, Los Héroes, Tixcacal-Opichén, el patrón es el mismo: grandes planchas grises desplazan a la vegetación que circundaba Mérida y que servía como aliciente en nuestro caluroso clima. En los últimos años, las autoridades municipales y estatales han concedido a diestra y siniestra permisos de construcción y de desarrollo de complejos habitacionales, manteniendo unos requisitos laxos y una normativa endeble que no garantiza la calidad de vida de los habitantes ni aminora la destrucción y deterioro del medio ambiente.

En pos de la modernidad, el empleo, el crecimiento económico y el progreso, se han sacrificado miles de hectáreas de flora, y cientos de cuerpos de agua, lo que tiene como consecuencia el aumento gradual de la temperatura. Donde antes había árboles, hoy hay gigantescas plazas comerciales que necesitan enormes cantidades de recursos para operar, significando un aumento en las contaminaciones de todo tipo.

La sombra de la vegetación silvestre, como bien ilustraba un caricaturista local, fue sustituida por potentes aires acondicionados que refrescan las estructuras de granito del norte, que albergan tiendas fuera del alcance económico de la mayoría de los yucatecos. Lo mismo ocurre con las miles y miles de casas de fraccionamiento que, si bien encuentran demanda entre una población creciente, también aumentan la proporción de casas deshabitadas ciudad adentro.

Si bien el Ayuntamiento ha impulsado programas de reforestación y presume de un ordenado y correcto desarrollo urbano, cualquier medida resultará insuficiente de permitir que la lógica de la construcción a discreción continúe. Todos los árboles que puedan replantarse no compensarán las calles desiertas, ni los empedrados llanos –que las constructoras llaman áreas verdes y que dejan para cumplir una tibia reglamentación- y camellones con troncos marchitos, que la construcción sin sentido y no planificada va dejando a su paso.

Es cierto que la chispa del cambio puede empezar en la individualidad y que la responsabilidad pertenece en parte a la ciudadanía. Pero hay factores mucho más perjudiciales que usar popotes y responsabilidades que no nos pertenecen a los ciudadanos de a pie, que aceleran el deterioro ambiental. De eso estaremos hablando en las siguientes semanas.

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