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Hasta hace unos diez o quince años, un hotel y una torre que alberga un banco eran los edificios más altos de la ciudad. Desde el techo de la Catedral se dominaba fácilmente la mancha urbana a ras de suelo de Mérida. Después de periférico y sobre todo al norte, grandes extensiones de monte y arboledas separaban a la capital yucateca de sus comisarías, además de que funcionaban aún como pulmones complementarios a la reserva Cuxtal. Hoy no queda casi nada: la selva baja yucateca ha sucumbido ante torres y plazas.

Si bien en la columna anterior hacíamos referencia a los fraccionamientos como los desarrollos inmobiliarios depredadores por excelencia, convirtiendo el paisaje verde en planchas grises apenas con vida, también hay otro tipo de infraestructura que va proliferando entre los terrenos del norte. Y es que son cada vez más las torres departamentales, altísimos edificios desconocidos en Mérida hasta hace poco tiempo, los que van construyéndose como alternativa para vivir. Quien suscribe considera que la apuesta por la verticalidad debe ser considerable y que este tipo de construcciones pueden contribuir a frenar la deforestación que sufre nuestra ciudad. Sin embargo, también es forzoso reconocer la ociosidad detrás de estas grandes estructuras. Prácticamente ninguna de ellas está ocupada a su máxima capacidad, incluso muchas parecieran encontrarse en el abandono total, que al caer la noche se descubre con la oscuridad absoluta. Pero los proyectos no cesan y otra vez, con la excusa perpetua del progreso, una tras otra van levantándose por los cielos de una capital más caliente y más seca. La oferta de vivienda sube –claro, para apenas una fracción de la población que puede costear los millonarios departamentos y no para la mayoría-, pero la demanda parece no ser suficiente. ¿Serán necesarias más y más viviendas para las mismas personas? ¿O cuál será la lógica tras la construcción sin planeación ni suficiente demanda?

Con las plazas comerciales la dinámica es similar. Desde las nuevas que albergan tiendas de lujo hasta las más pequeñas que proliferan en las colonias y fraccionamientos, muchas después de años siguen con locales vacíos o que no generan la creación de nuevos empleos o negocios, sino la movilidad de una plaza a otra y, de nuevo, pensadas casi exclusivamente para un sector poblacional.

¿Que si tienen algo de malo las viviendas, los departamentos, las plazas? Por sí mismos, no. De hecho, es recurrente que el autor acuda a ellas en busca de refugio del comal que todos compartimos como ciudad y a tomar café hirviendo –las contradicciones sanas-. Lo malo, lo que no puede excusarse y lo que debe terminarse abruptamente es la construcción sin sentido, la destrucción desmedida, el desorden. Todo en pos de un progreso que no tengo claro para quién puede ser, si con él nos dirigimos a la catástrofe, al mismo sitio donde acabó Juan Preciado, mientras buscaba a su padre entre los muertos de un páramo desolado.

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