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En días pasados, un comunicado por las redes sociales llamó mucho la atención: a quien salga a la calle con síntomas o diagnóstico de Covid-19 se le impondrán hasta tres años de cárcel y una multa de casi ochenta y siete mil pesos, todo en aras de mantener la paz y la estabilidad de Yucatán. Las redes sociales oficiales han confirmado que se trataría de aplicar el “peligro de contagio” -Art. 189 del Código Penal- para sancionar esta conducta. Pero más allá de cualquier implicación jurídica o las consecuencias de decidir aplicar el tipo penal a quienes se encuentren en esos supuestos las implicaciones sociales dan mucho más que pensar.

Los primeros sancionados por la norma -y la gran mayoría- serían miles de personas trabajadoras que no tienen el privilegio de poder quedarse en casa en cuarentena total. En el país del 53% de personas en la informalidad, amenazar con sancionar los estornudos y la tos seca significa que esos miles se queden sin comer y sin poder alimentar a sus familias; es una forma de criminalizar la pobreza. Los leprosos eran expulsados de las ciudades. Se castigaba al indígena por la viruela traída del viejo mundo a América.

Cierto, hay personas con síntomas que no tienen un estado de necesidad y cuya falta de conciencia social puede desencadenar el contagio en sus reuniones “de unos cuantos amigos”. Pero ¿qué va a ocurrir con quienes aun enfermos tengan forzosamente que acudir a trabajar? ¿O qué va a ocurrir con los que no presenten síntomas, pero tengan el virus y que según las estadísticas representan el 80% de los infectados? ¿O van a sancionar a quienes importaron Covid-19 de Europa y Asia a Yucatán? Porque el delito ya existía desde antes de la pandemia y la conducta es la misma: muchos de ellos ya presentaban los síntomas al llegar al estado. Eso sin contar que el anuncio señala que aplicará para las personas que tengan síntomas, aunque no estén diagnosticadas con Covid-19. Pobres de los alérgicos y acatarrados. Tanto unos como otros carecen de sentido; la solución no debe ser la pena, sino la prevención. Dice mucho de una sociedad que necesite la amenaza como forma efectiva de regularse y también dice mucho de una administración que necesite amenazar por no tener la capacidad de prevenir, pero que además esa amenaza recaiga principalmente en los sectores vulnerables y no en quienes pudiesen causar sin necesidad un mal mayor.

La medida está parcialmente justificada: si lo vemos desde nuestras trincheras, tiene sentido que el gobierno obligue de una u otra forma a quedarse en sus casas, a fin de evitar la propagación acelerada de la enfermedad. Dónde se dibuja el límite y cuándo se sobrepasa es lo que corresponde analizar.

Esta no es una invitación a salir a las calles en masa, sino a la reflexión. ¿Quiénes son, al fin y al cabo, los que podrían verse más afectados con estas medidas políticas? ¿Cuál es la intención del mensaje: efectividad o populismo? ¿Es válido usar el temor para mantener la estabilidad? ¿Y si fuéramos nosotros? Quizás el fin justifica los medios, cuando esos medios recaen en el otro.

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