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Las lluvias pasadas demostraron cuando menos dos cosas. La primera es que no somos un estado preparado para enfrentar de manera correcta los fenómenos naturales y eso se da por múltiples razones. Por ejemplo, parte de que comunidades enteras hayan quedado bajo el agua se debe a la profunda desigualdad social imperante en nuestro estado. Los servicios públicos con los que cuentan los municipios que no son la capital muchas veces son deficientes e insuficientes en comparación con los de la ciudad de Mérida. E incluso en la capital hay una clara distinción entre los servicios e infraestructura urbana presentes en el norte y en el sur de la ciudad.

La ausencia de drenaje en prácticamente la totalidad del estado, la baja cantidad de pozos pluviales (salió el alcalde de Mérida a querer remediarlo con algunos en plena tormenta, pero ¿por qué no la prevención?) en las colonias, el alcantarillado. Todo esto refleja, se quiera reconocer o no, una diferencia notable en cuanto a las realidades socioeconómicas que coexisten en Yucatán. De no ser así, muy probablemente la inundación hubiese sido homogénea y hubiese agarrado parejo, pero la decisión arbitraria de desarrollar unas zonas y otras no deja en evidencia que la desigualdad influye hasta en cómo soportamos las inclemencias del tiempo.

No es lo mismo pasar una tormenta en la sala, preocupándonos por las goteras o las filtraciones en las ventanas, que verlo todo perdido en pocos minutos y con el agua en la cintura. También sería conveniente mencionar la nula capacidad de planeación urbana que demuestran las autoridades estatales y municipales en Yucatán: siguen permitiendo la construcción a diestra y siniestra de fraccionamientos, pero no se cercioran jamás de la calidad de las construcciones (muchas casas no tienen ni un año y reportan graves daños por las lluvias), ni de que la infraestructura para contener y mitigar las averías causadas por los principales fenómenos naturales posibles en la región sea la adecuada. Todo esto siguiendo la lógica de la construcción masiva y acelerada con tal de proyectar prosperidad y progreso, aun a costa del patrimonio y la tranquilidad de miles de personas. En honor a la justicia, todas las cosas que hasta aquí se han narrado son responsabilidad directa de las autoridades y su negligencia durante administraciones enteras trajo estas consecuencias.

Eso sí -y aquí viene la segunda cosa que pudimos notar en la tormenta- no desaprovecharon los políticos la oportunidad de echarse un chapuzón en las zonas afectadas y salir cual rescatistas en las fotos. Durante décadas los gobernantes en México se han ganado la simpatía popular remojando sus guayaberas y perjudicando sus pantalones de vestir, como lavando simbólicamente sus culpas y responsabilidades en la tragedia, consecuencia directa de no hacer su trabajo ni cumplir con sus funciones como es debido. Un servidor preferiría verlos planificando, previendo y buscando maneras de desaparecer las desigualdades e impulsar un desarrollo ordenado, en lugar de usar la tragedia ajena como propaganda política.

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