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Después de su buena dosis de agua, miel, VapoRub y caricias, Andrés Manuel López Obrador vuelve a las mañaneras pidiendo que no nos asustemos por el Ómicron. Es una enfermedad leve, nada de qué preocuparse: ni uso cubrebocas, ni guardo sana distancia y aquí sigo. Al menos eso es lo que el Presidente parece querernos decir a los más de 120 millones de mexicanos que llevamos dos años enfrentando una pandemia que no da tregua. Estamos apenas subiendo esta nueva gran ola en la que, afortunadamente y salvo aquellos escépticos y amantes de las teorías conspiranoicas, ya contamos con tabla de surf y salvavidas en forma de vacuna.

No es cosa menor el desdén con que el Primer Mandatario trata a la pandemia; tampoco es la primera vez que lo hace. A lo largo de estos más de veinticuatro meses se le ha visto sin protección, rodeado de una supuesta “fuerza moral” (López Gatell, 2020) y no de contagio, armado con el amor del pueblo y un “detente” con que aleja al SARSCoV-2. No mentir, no robar y no traicionar, eso es lo que ayuda mucho para que no dé el coronavirus, dice el que ha enfermado dos veces de Covid y que, a diferencia del grueso de la población, tiene a la mano a un gran equipo médico personal y una cama asegurada ante cualquier complicación. El problema es que sus más férreos seguidores, muchos de los cuales imitan hasta las palabras, el tono y la pausa “del licenciado”, no cuentan con esos mismos medios para enfrentarse a una eventual infección por coronavirus.

Ese desprecio que se muestra por la enfermedad de propagación más rápida de la historia, es el mismo que AMLO tiene por una de las instituciones que constantemente referimos en esta columna: el INE. Y así como no es cosa menor el desdén con que Obrador trata a la Covid, tampoco es menor el desdén con el que trata al árbitro electoral. Este 2022 seguramente se viene una reforma electoral de importancia, con la que el obradorismo intentará controlar al organismo garante de las elecciones en México. Poner verdaderos demócratas al frente, dice. Pero, ¿quiénes son esos demócratas? Y más importante todavía, ¿quién decide quién sí y quién no es un “verdadero demócrata”? Tal y como ha pasado en otras instituciones de importancia, el oficialismo tratará de meter mano en el órgano electoral para acomodar sus fichas y dominar por completo el tablero. La oposición real no es aceptable, no para el proyecto de quienes hoy detentan el poder.

El problema con el INE es que es uno de los últimos reductos en contra del absolutismo gubernamental. Un reducto resquebrajado, maltrecho y de cimientos cuestionables, pero de los últimos fortines al fin y al cabo. No se trata de defender a Lorenzos, Ciros, o cualquier otra figura que constantemente sea blanco de las descalificaciones del partido en el poder, sino de defender a la institución autónoma que aún puede disentir con los deseos y consignas que salen de Palacio Nacional. A pesar de todo, fue esa misma institución, con los mismos personajes, la que organizó las elecciones con las que AMLO llegó a la presidencia. ¿Esas actuaciones sí fueron confiables y las de ahora no? ¿Por qué?

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