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Cuando de prudencia hablamos, afloran los recuerdos de la casa materna, ya que nuestro abuelo se refería al tema con nombre y apellido invitándonos a actuar como lo haría “Prudencia Martínez”, y acto seguido nos daba numerosos ejemplos de cómo debíamos comportarnos ante algunas situaciones. Seguro que la tal señora ni existía, pero al menos en nuestra familia era el vivo ejemplo de la virtud.

La prudencia es un valor digno de alcanzar, ya que refleja nuestro actuar, pensar y decir; es el respeto por uno mismo y por los demás, por tanto, sin el respeto no sería posible entender cómo actúa esta virtud.

Una persona prudente es aquella que sabe tomar decisiones tanto en los casos en los que exista tiempo para realizar una reflexión profunda como en los urgentes cuando no es posible que haya espacio para la reflexión, porque su actuar diario supone que para actuar de una u otra manera ha sopesado todas las consecuencias que sus actos pueden tener.

Una persona prudente evita los obstáculos que puedan poner en peligro el bien último de la persona humana.

La prudencia nos ayuda a actuar con mayor conciencia frente a las situaciones ordinarias de la vida, es como una brújula que orienta y que permite adaptarse a las circunstancias, tomar decisiones, conservar la compostura y el trato amable en todo momento.

Quien tiene la virtud es capaz de forjar una personalidad decidida, emprendedora y comprensiva, porque la prudencia ayuda a reflexionar y a considerar los efectos que pueden producir nuestras palabras y acciones, y esto se traduce en cómo saber actuar correctamente en cualquier circunstancia.

La persona prudente no está exenta de cometer errores, por el contrario, al haberlos cometido cuenta con la capacidad de reconocer los fallos y limitaciones y haber aprendido de ellos. El ser prudente es saber rectificar, pedir perdón y solicitar consejo.

También nos ayuda a manejar adecuadamente nuestros recursos, cuidar que las cosas estén siempre en buenas condiciones y funcionales, conservar un buen estado de salud física, mental y espiritual.

La prudencia comienza con los detalles más pequeños; si nos ejercitamos en el hábito de pensar bien primero, valorar las consecuencias y actuar después, los resultados de nuestras acciones serán más satisfactorios.

Lo contrario a la prudencia es el descuido, la imprudencia, y se manifiesta generalmente porque se actúa por capricho y con precipitación sin medir las consecuencias.

Utilicemos adecuadamente los recursos que tenemos destinados para desempeñar adecuadamente nuestras labores en la casa o el trabajo.

Para adquirir la virtud hay que ejercitarnos; por ejemplo, antes de opinar de alguien pensemos: ¿Favorece a la persona lo que voy a decir? ¿Me consta que es verdad? ¿Se obtendrá algo bueno?

Si estamos en medio de una discusión, tratemos de mantener la calma y pensar en las consecuencias, recordemos que nuestras palabras hieren tanto como los puños.

Nos diría Robert Burns: “Recuerda que la cautela y la prudencia son las raíces de la sabiduría”.

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