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Se fue. Así. Pero nos dejó a nosotros sus lectores, huérfanos de una obra por demás interesante, un osario completo de historias, una lista infinita de canciones pendientes por escuchar, una Luna tremenda que se asoma a la mitad de cada uno de sus relatos.

Se fue. Pero se estuvo yendo todo el tiempo en cada golpe de pluma, dejando pedazos de sí en la bitácora de su vida.

A Carolina la recuerdo al pie de una frase, aparentemente espontánea, descifrando entre cigarrillos nocturnos la metáfora detrás de Marguerite Duras.

Sin tesis, sin grandes audiencias. Apenas acompañada de un par de amigos, esclavos todos del enfermo oficio de contar historias.

Nunca le hizo falta el mundo. Ella prefería la poesía, los gatos, las fiestas, los comentarios arriesgados, los personajes entrañables, las historias a media luz, los funerales.

La oscuridad era su hábitat. Las historias de Cortázar y de Sartre su materia prima. El rock de los ochentas, los espejismos del jazz y el olor del tabaco el escenario de sus más grandes batallas.

Al finalizar una presentación siempre había lectores jóvenes, con sus libros o fotocopias entre brazos esperando el autógrafo, el intercambio de opiniones, la charla breve pero certera de una de las autoras más atrevidas de los últimos años.

Carolina Luna fue y seguirá siendo una gran apuesta literaria, una escuela de narrativa para los más jóvenes, un libro que pese a todo pronóstico continúa pasando de mano en mano.

Morirán los poetas pero la poesía será para siempre, diría Dylan Thomas. Se fue Caro. Así. Y nosotros, quienes fuimos testigos de su paso por las letras, continuamos doblando la hoja, admirando la estela que deja a su paso siempre la partida de un escritor.

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