Los pobres en la historia
Jorge Castillo Canché: Los pobres en la historia
Hubo un tiempo donde los pobres fueron vistos como los “bienaventurados”; era la sociedad occidental que funcionaba bajo los valores del pensamiento judeocristiano. En la Edad Media, en donde se vivía y respiraba religión, la pobreza pudo ser incluso una virtud como la del “pobre de Asís” cuya forma de vida sencilla terminaría siendo el modelo de una orden religiosa como la franciscana. En cambio, el rico encarnaba todos los males que desataban los siete pecados capitales; gula, lujuria, avaricia, entre otros. Incluso una posible condena eterna lo esperaba de no compartir su riqueza con el pobre. Esta visión no impidió una vida de privaciones materiales para los hombres, mujeres y niños que conformaron el mundo medieval de la pobreza, pues los ricos sólo la paliaban con las “obras de caridad”, unas veces con la repartición de comida en tiempos de crisis (epidemias, hambrunas) y otras con los dineros que dejaban en sus testamentos a la Iglesia para la fundación de instituciones de beneficencia.
Esta idea sobre la pobreza y quienes la padecieron, fue transformándose lentamente a lo largo de los siglos junto con el surgimiento y desarrollo del capitalismo. Entre los siglos XVI y XIX, tomaría carta de naturalidad un pensamiento secular a partir de la concepción de la utilidad del trabajo a la que pronto se uniría la educación; ambas se consideraron las herramientas modernas para transformar hábitos y costumbres de una población acusada de no ajustarse a los nuevos tiempos. Los “pobres del evangelio” serían clasificados ahora como “buenos” y “malos”, “útiles” e “inútiles”, “corregibles” e “incorregibles”, “vagos”, “ociosos” y “malentretenidos”; conceptos que provenían de campos del saber, como la economía, el derecho y la administración pública, siendo la base ideológica de un discurso estigmatizador de los grupos populares de la sociedad moderna y liberal.
Así, los campesinos y artesanos que abandonaban sus modos antiguos de vida para ser obreros en fábricas recibían el reconocimiento social; en cambio, quienes rechazaban integrarse a la nueva vida laboral y defendían sus usos y costumbres, las autoridades los consideraron “refractarios al progreso” y fueron objeto de vigilancia con la institución que también nacía en ese contexto: la policía como cuerpo de seguridad pública.
Las ciudades de fines del siglo XIX, son ya el corazón de la vida moderna con los contrastes y contradicciones que hasta el día de hoy encontramos; en un lado los suburbios de los nuevos ricos, la burguesía y la antigua aristocracia en el caso europeo, una clase media emergente que habitaba ahora el centro abandonado por las antiguas élites. En el otro, los barrios y colonias de la clase trabajadora junto al cinturón de miseria conformado por una población que según el momento eran migrantes internos o extranjeros pobres. En ese espacio urbano, victoriano en Europa, y porfiriano en México, los intelectuales reelaboraron el discurso negativo sobre los pobres con el saber médico. El resultado fue la idea del “criminal nato”, un individuo supuestamente con una inclinación natural a delinquir. Hoy la sospecha policiaca como método preventivo contra el delito y que lleva a la detención momentánea y el cateo no solo atenta contra las garantías individuales. Cuando además es selectiva pues aplica sólo a la clase trabajadora, se da una nueva edición de ese pensamiento del poder que desde hace mucho tiempo la criminalizó.