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Todos nosotros tenemos una imagen que hemos proyectado durante muchos años a través del trato y la conversación, las reacciones y preferencias, con nuestros amigos y personas con quienes tratamos y que la han archivado en su mente. Por eso esperan que sigamos siendo como aparecemos en esa imagen que conocen. Esto nos “obliga” a ser como siempre somos, a decir lo que esperan que digamos, a portarnos como siempre nos hemos portado.

Esa es la gran esclavitud de la imagen y nos parece imposible el cambio. Me parece que dicha imagen se impone a tal grado que, por ejemplo, si amigos y conocidos tienen una mala impresión de nosotros, será muy difícil, por mucho que nos esforcemos, que noten el cambio en nosotros y admitan que hemos corregido defectos y limado aristas, mejorando nuestro carácter. Ante ellos seguiremos siendo los de antes. Cuando la imagen es positiva, si las personas nos tienen aprecio y consideración, también nos esclaviza a la larga, ya que nos induce a seguir las pautas de las expectativas que ellos han trazado de nosotros, con la “exigencia” de que sigamos siendo lo que siempre hemos sido y ellos esperan.

Del “chico” malo ya no se fía nadie y al “chico” bueno no se le permite ninguna travesura o salida de tono. Todo se vuelve esclavitud. En cualquier caso, esa imposición social mata la espontaneidad, la aventura, el riesgo, el intentar otros modelos de conducta que pueden enriquecer nuestra vida, pero que ya no encajarían en el marco en que nos ha encuadrado la sociedad que no desea que cambiemos porque le resultaría incómodo.

La sociedad nos inmoviliza con sus exigencias de rutina repetida y esperada y a nosotros, ya sea por el “ego”, por comodidad, por vergüenza, por miedo, por indecisión, nos cuesta cambiar de imagen y preferimos seguir en el camino conocido de la costumbre adquirida. Somos esclavos de nuestra imagen y nuestra vida entera se resiente por ello.

La verdadera liberación tanto del hombre como de la mujer es la liberación de la propia imagen, la ruptura del molde, el salirse de su rutina. Podemos sonreír, aun si nuestra imagen es de “serios y formales”, y sonreír no solo con los clientes o con los amigos o ser alegres no solo en las reuniones fuera de casa porque así se ha sido en aquellos ambientes.

Y ¿en casa?, puedo también estar sonriente, ser expresiv@, afectuos@; en fin, expresar con libertad mi buen humor.

Te aseguro que no por eso se dejará de ser el papá o la mamá a quienes se respeta, sin necesidad de tenerles “miedo” y se les ama y se les procura, aún más, por ser joviales y de buen carácter. Probemos cambiar a una mejor manera, más espontánea, más afable y más sonriente. El resultado es ¡maravilloso!

¡Ánimo!, hay que aprender a vivir

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