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Se sabe que los errores traen aprendizajes posteriores, puede ser una lección aprendida internamente o la más severa reprensión pública. Lo cierto es que siempre tendremos una consecuencia y, al menos por un tiempo, nos convenceremos de no volver a estar en una posición así para no volver a traicionarnos.

La situación, por supuesto, también puede ser contraria. De pronto pudiéramos ser nosotros quienes han sido traicionados o quienes hemos caído en los errores de terceros y resignadamente pagamos las consecuencias.

En la lectura correspondiente a esta semana, estamos frente a un cuento del autor argentino Ricardo Piglia. “La honda”, texto que forma parte de La invasión, cuenta la historia de un hombre que es engañado dos veces por el ser más humano y aparentemente inocente: un niño de doce años.

El narrador, cuyo nombre no sabemos, cuenta cómo normalmente él y su jefe no trabajan los domingos, pero a veces las circunstancias de vida y la supervivencia económica los llevan a no distinguir entre días oficiales.

Al llegar al taller escuchan ruidos y voces provenientes del interior y no demoran en encontrar a cuatro niños que se esconden entre los fierros y que llevan en sus manos pequeños pedazos de plomo que les servirían para lanzar con una honda una vez que lograran robarlos.

El jefe no demora y, posterior a un regaño, los pone a trabajar con ellos. Tres de ellos barrían y otro asistía a nuestro narrador, quien por un instante consideró que el chico había aprendido la lección, pues su rostro parecía mostrar arrepentimiento. De pronto, una voz dulce pide permiso para poder tomar la honda. El hombre dice que no, y la mirada del chico se vuelve hacia el trabajo sin decir palabra alguna, como quien acepta y entiende.

Naturalmente, una especie de arrepentimiento cruzó por su mente y le dijo al niño que en la próxima oportunidad podía bajar y tomar la honda. El aviso llegó y el chico bajó entusiasmado, tomó la honda y la escondió entre el pecho y su camiseta. ¿Un segundo intento de robo? Se dio aviso al patrón y no sabemos las consecuencias; solamente podemos reconocer ese sentimiento de engaño que nuestro personaje sintió al confiar de nuevo tras un enternecimiento infantil, y que irónicamente refuerza la frase con la que comienza el cuento: “No me dejo engañar por los chicos”.

Así como él, danzamos en un aire sutil con tonos victimarios porque la confianza, peligrosa y delicada, tiene un corazón muy digno que no perdona fácilmente.

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