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Cuando queremos hablar de un tema específico, terminamos enfocándonos en otro que dista mucho de una idea inicial. Quizá se trate de una especie de broma interna en la que nos descubrimos desconcentrados y ausentes de nuestra propia realidad mental.

Por ejemplo, si pienso en el cambio climático y dirijo mi oralidad hacia él, de pronto mi argumento principal se centra en la condición humana disfrazada de terquedad. ¿Pudiera ser que ese tema, al cual llegamos “equivocadamente”, sea el que desde un instante fue prioridad, pero no supimos articularlo? Ojalá que sí.

Nuestros pensamientos se construyen de la forma más increíble. Si lo pensamos realmente, el hecho de poder verbalizar algo supone una serie de conexiones cerebrales con sus respectivas relaciones entre conocimientos, recuerdos, experiencias de vida y sentimientos. No es fácil, claro está. La tentación de irse por la tangente mental es muy grande cuando no acostumbramos pensar antes de hablar.

En “Canibalismo”, cuento del autor colombiano Andrés Caicedo, leemos los pensamientos de una mente que decide enfocarse en el acto de comerse a otros humanos. Advierto que se trata de un ejercicio íntimo y que esto supone mucho respeto por nuestra parte; así como también una paciencia necesaria para saber llegar al pensamiento oculto detrás de una cátedra escrita sobre un tema controversial.

En un primer punto, el narrador aborda las distinciones posibles entre el hecho de comerse a un hombre o a una mujer, y comparte que ha de ser diferente. Después va a lo que conoce: el procedimiento. Para no incomodar, comento que hay técnicas de cortes, un orden para comerlo, y que la organización depende del gusto de la persona que realiza el acto.

Tras una lectura que vive entre una narrativa perfecta y una naturalidad arrasadora, en las últimas líneas llegamos al punto que creemos fundamental: los cuerpos, como los alimentos comunes, tienen un tiempo para ser consumidos. Este tiempo se mide en los ojos.

El autor extiende la mano para calmarnos y hacernos saber que la madurez y exquisitez se miden en la mirada. Cuando una persona pasa los 35 años, los ojos pierden sabor, se tornan duros y agrios; ya no conviene comerlos.

En un instante dejamos la incomodidad para dar paso a la empatía, o al menos a considerar que detrás de un tema incómodo, al final es posible sentirnos más cerca de lo que creemos. Pensamos en los años que llevamos en los ojos y el alivio que viene al ya sabernos agrios.

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