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Qué nutritivo puede resultar el acto de comunicarse. Especialmente cuando tenemos la suerte de intercambiar palabras, frases y opiniones formuladas dentro de nuestra mente con tal motivación que podemos sentir cómo el otro se contagia de nosotros mismos. Hablo de ese momento único en el que te encuentras frente a alguien que se muestra perceptivo a tus ideas, y en consecuencia responde con el mismo entusiasmo. Éste es el arte del diálogo.

Por supuesto que tal evento no siempre sucede, porque algunas interacciones pueden tornarse pesadas y, en lugar de mantener una conversación bilateral, nos encontramos en una situación de víctimas cuando el receptor se presenta como el lado “conocedor”; con un hablar interminable y tendiendo a la dominación. Entonces vienen el sufrimiento, la desesperación interna y el deseo de abandonar ese diálogo para que las palabras ya no puedan saturarnos y en cambio se pierdan en el aire.

En “El espejo que huye”, cuento largo del autor italiano Giovanni Papini, estamos frente a la narración de un evento similar al descrito previamente. Se trata de una interacción entre dos hombres y de los pensamientos verbalizados que se desarrollan entre ellos, donde nosotros somos un espectador al que nadie invitó, pero que puede sentirse libre de escuchar lo que los personajes dicen. No estorbamos.

Como escenario tenemos una estación de trenes, en medio de la espera. El Señor Hombre se dirige a otro para maravillarlo con un discurso casual que lleva tonos optimistas sobre cómo el progreso ha traído un sentimiento de anhelo hacia el futuro y la manera en que las personas parecen regirse por esa promesa del mañana.

Después de su intervención, el otro se adueña del momento y dispara una serie de oraciones que rompen con la tranquilidad y el entusiasmo del Señor Hombre. Pues dentro de sus argumentos desacredita que el futuro sea algo positivo y se enfoca en que la idea de esperar es una ilusión para no sufrir el presente; ese presente que es lo único que tenemos como certeza. Tan hermosa, alegre, cruda o dolorosa que sea.

Derrotado y en silencio, el Señor Hombre no reacciona verbalmente pero en lugar de eso le ofrece una de las dos flores que llevaba en el ojal. ¿Quién ganó? Probablemente nosotros. Porque nos hemos deleitado con un diálogo perfecto que no fue un desaliento, sino una invitación abierta para posicionarnos en el discurso que más se asemeje a nuestra perfecta y respetable forma de concebir la vida.

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