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Hay descubrimientos fortuitos que pueden cambiarnos la vida en niveles imposibles de anticipar; radicando ahí el encanto principal de saberse humanamente impresionables. ¿Cuándo fue la última vez que estuvimos frente a algo que nos sorprendió, o frente a algo que podríamos decir que cambió el curso de nuestra vida o de nuestro pensar y sentir? Los momentos traídos a la mente serán exactos y guardaremos la respuesta para nosotros mismos, porque hay instantes tan puros que se llevan con mucho recelo y compartirlos sería traicionar una complicidad propia; íntima.

Naturalmente, no todos los descubrimientos son agradables para quien los encuentra. Existen algunos que aguardan el tiempo exacto para ser develados frente a nosotros e impactarnos en otro sentido. Una mala noticia que podíamos presentir, pero no sabíamos en qué momento llegaría con exactitud, ni qué tan doloroso sería el golpe posterior.

En “El beso”, del autor uruguayo Eduardo Galeano, estamos frente a una develación precisa que poco tiene que ver con la voz narrativa del cuento. Es decir, alguien más ha tomado la historia para compartirla con nosotros y no encontraremos recelo ni una distancia entre lo que se cuenta y lo que se podría entender, pues hay una mano que se extiende para invitarnos a escuchar ese tipo de casualidades que siempre querremos conocer, porque carecen de tristeza y más bien ofrecen un enternecimiento al corazón.

Antonio Pujía, un escultor, eligió al azar una pieza de mármol que había estado en su taller por muchos años y comenzó a trabajar con ella. Se trataba de una lápida, entonces el primer paso sería borrar las inscripciones correspondientes al nombre de un hombre, su fecha de nacimiento y su fecha final. Como paso siguiente, el cincel penetró el mármol a golpe de martillo y Antonio se sorprendió al encontrar lo que parecía ser “la forma de dos caras que se juntaban, algo así como dos perfiles unidos frente a frente, la nariz pegada a la nariz, la boca pegada a la boca”. El escultor siguió suavemente las formas propuestas y, satisfecho, dio por concluido su trabajo.

Al día siguiente regresó a su obra y se percató de una cosa que había pasado por alto el día anterior. Descubrió algo que tanto a él como a nosotros nos estremecería con ternura y asombro: en el dorso de la piedra se encontraba inscrito el nombre de una mujer, su fecha de nacimiento y la fecha de su muerte.

Es verdad, diversas e inusuales son las manifestaciones del amor.

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