Dulzura
Julia Yerves Díaz: Dulzura
El carácter suele esconderse en la sangre, y de esa forma asegura la permanencia generacional. Lo sé porque suelo contestar con la rapidez de mi abuelo y la astucia de mi abuela, aspectos que nunca aprendí y que honro infaliblemente. Para lo demás, supongo que lo heredado viene de papá y mamá. Y así funciona. Ellos se miran en nosotros, en la descendencia que resulta de una mezcla genética, magia celular, gestación y ¿suerte? Podría ser.
Si salimos reconocibles frente a ellos, nos habremos salvado todos y disiparemos las dudas de vecindario que puedan surgir a partir de las hipótesis de un cotilleo sinvergüenza. Si en cambio, cuando se nos mira no se halla rasgo alguno que indique a quién salimos, lo que nos espera en el futuro será un bombardeo de comentarios inadecuados que pongan en duda la fidelidad de todos.
En “Dulzura”, cuento largo de la autora estadunidense Toni Morrison, conocemos la historia improbable de una descendencia que en nada correspondía a la lógica inmediata. Los padres de Lula Ann, que habitaban una piel clara, sabían que su existencia podía rastrearse hacia el pasado en colores más obscuros, labios prominentes y cabello ensortijado, pero jamás imaginaron que tantas generaciones fueran a presentarse en su pequeña. La niña nació y su madre, en menos de una hora, expresó: “era tan negra que me dio miedo”.
No existía forma alguna de explicar la diferencia de colores, y mucho menos era posible llevar una vida tranquila cuando la segregación les hacía jurar en biblias diferentes para blancos y para negros. Algo debía cambiar. El esposo huyó al ver a la niña, no la quiso porque no se miró en ella; esa debía ser la piel de alguien más. La madre, sabiendo que se trataba de un gesto insólito de sus antepasados, la crió de tal manera que nunca pareciera suya, sino su “conocida”. Jamás permitió que le dijera mamá, porque eso confundiría al mundo; en cambió pidió que le llamara Dulzura.
Tiempo después, y respondiendo a esas durezas que Dulzura tuvo hacia su hija, la distancia emocional las separó antes de que una prudencia social lo hiciera. La niña creció y dejó de reprimir su vida; su madre poco sabía de lo que realmente gritaba su piel.
Lula Ann vivió lejos para dejar a un lado todo lo que aprendió por fuera, y nunca por dentro. Permitió que el tiempo borrara lo que jamás le serviría, eso que para nosotros resulta un rastro incuestionable y fortuito: el poder mirarnos y reconocernos en los colores de los nuestros.