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Algunos cuentos acechan, invaden. Lejos de ser un gesto romántico para saberse especiales, el contacto con uno mismo trae ráfagas de exposición. Nos pone en jaque y nos desarma con la puntualidad ofensiva que se siente cuando alguien toma la intimidad propia y la vuelve historia universal; una ventana que se abre para mirar por dentro aun cuando no hay un permiso concedido.

Mis días recientes adquieren un color monótono pero apacible. Me acompañan cuatro patas y un pelaje obscuro que ilumina los rincones con brillo envidiable. Tenemos un ritmo, momentos especiales, muebles a respetar y zonas libres. También nos adorna la incapacidad de comunicarnos con diálogos, pero no pesa. Basta mi voz y una cola frenética para establecer un gusto mutuo. De no escribirlo aquí, probablemente nadie sabría cómo es. Excepto la escritora portuguesa Dulce María Cardoso; la espía.

En “Retrato de un joven poeta”, cuento de la autora mencionada en la línea anterior, una puerta se abre para mirar la historia de “la vieja y el perro”. Para ellos no hay nombres ni distintivos; el paso del tiempo los ha designado en la forma que opera el olvido.

La vieja y el perro también tienen una rutina especial. Ella opta por evadir el mundo exterior y no sale de su casa. El perro trae la comida del día que generalmente es un trozo de carne hurtado de la carnicería, significando un gran aporte para la vida de su compañera. ¿La recompensa? Tener el permiso de entrar al cuarto de baño para dejar la ofrenda y acostarse junta a ella en lo que la vieja, desde la bañera, le hace una caricia.

Instantes después, la vieja se viste, maquilla, perfuma, y aguarda por el tiempo de cocción de un líquido salado que sabrá a todos los ingredientes ausentes necesarios para un gusto a hogar, a vida. Ella come y deja las sobras al perro; así son sus días.

Corre el tiempo y los detalles de la rutina se reducen a meras acciones automáticas; menos interacción, más bruma mental, y peligro. La supervivencia de la vieja y el perro son responsabilidad del último, quien un día, ya viejo y con menos agilidad para robar carne, retorna a la casa con una ofrenda inadmisible: la pierna de un bebé. ¿Qué es este miedo que invade? Quizá sea la naturalidad de las acciones, los instintos de supervivencia y la pérdida de todo sentido humano al aceptar que ese miembro, como los anteriores trozos de carne, pronto reposará en agua hirviendo. Las consecuencias, lector, puedes imaginarlas.

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