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La protección hacia lo que ha salido de nuestras mentes con proyección hacia los dedos y finalmente al teclado tiene un límite. Un límite que a tiempos queremos borrar, evitarlo y deliberadamente caminar en el sentido contrario a él. Porque se sabe, quien escribe lo hace a primera instancia para sí mismo, y ese acto en sí resulta suficiente. Es una creación, una extensión nuestra, un reflejo de lo que llevamos dentro; lo más frágil y humano. Natural es, entonces, no querer exponerlo.

Si por el contrario, se opta por el compartimiento, habrá que hacerlo a lo grande. ¡Lo amerita, por supuesto! Pero, ¿cómo hacerlo? A tiempos pareciera imposible presentar con nombres y apellidos de letras a un conjunto de vida que se traduce en palabras porque hay un temor que no se dirige hacia la exposición, sino a la probabilidad de no darle un crédito suficiente que lo acompañe. Imagina el momento. Debes presentar tu extensión literaria, eso que ha costado horas, noches, pensamientos, borradores y reescrituras, ¿no querrías hacerlo de la mejor forma posible? Querrás darle tus mejores letras, mejores aún que las que lo han conformado.

El escritor naturalista mexicano, Federico Gamboa, ha hecho del acto anterior una finura convertida en anuncio. Se trata, entonces, de un prólogo precioso, “¡Anúnciame!”, en donde habita un juego entre el hecho de crecer algo, un “hijo literario” diremos, y el momento en el que debe ser presentado en sociedad. Específicamente ante “La Academia y la Prensa”.

La idea es encantadora: hablará de una novela, cuyo nombre desconocemos, como si fuera un niño. Del mismo se esperan cosas, naturalmente. “Que enseñe algo; que pertenezca a alguna escuela reconocida y aceptada; que no exagere, ni mienta, ni invente, ni... qué sé yo, que sea una criatura perfecta”. De su origen dirá con orgullo que “el recién nacido fue engendrado en las mesas de redacción y en las de los cafés, con intenciones de matar el tiempo –crimen imperdonable –. Lo concebí con calma, lo he criado con todo el esmero de que me creo capaz, lo doy a luz sin dolores, con temor y con esperanzas”.

Hay algo hermoso en el hecho de presentar lo nuestro con aires defensivos, pero familiares; íntimos. Llevar de la mano a un niño de letras que a modo de ropa viste la honestidad de las expectativas y los miedos, y que si bien será soltado a su suerte; indefenso y enorme al mismo tiempo, representa la acción humana más valiente que existe: dejarse ver entre letras.

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