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El instante de consciencia plena tras perder un ser querido tendría que considerarse dolencia del alma. Invade, paraliza, destruye lo que se conoce como temporal y acaso también presenta algo de magia y trucos mentales. El llanto viene después, por supuesto. Se transita entre alivio, separación, adioses; como si al momento se dijera en automático todo lo que es adecuado, pero no se sintiera porque es demasiado pronto, y observamos de lejos.

Un hombre mayor, cuyo semblante ha permanecido similar desde mis años de infancia, dio el ejemplo para lo anterior. Al enterarse que escribía para el periódico que estas letras imprimen, participó activamente durante cada sábado para leer lo que me salía por los dedos. “Me gustó, hija”. “No lo entendí”. “Algo elevado”. “¿Qué sigue en la historia?”. Aunado a esto, una pregunta recurrente tras encuentros esporádicos permanecía igual: “¿Tú conoces ese poema que dice “Mamá, soy Paquito; no haré travesuras?” Mi respuesta, honesta y distraída siempre fue: no tío.

Grande fue el giro de tuerca, cuando hace unos días, en el auto camino a su casa tras la misa de cenizas de su hija, preguntó de nuevo “¿no has escrito sobre ese poema que dice “Mamá, soy Paquito; no haré travesuras?” La respuesta, como tantos años pasados fue “no tío”. Pero ahora, en las letras que despliego con pensamientos que se van al aire y al centro del corazón, me pregunto si acaso fue a propósito, o si algún pensamiento automático en su pérdida le hiciera crear una apelación a un poema dolorosamente adecuado a él. Quisiera que sepa que honro la segunda parte de mi respuesta. “No tío, pero ya sé qué escribo el sábado”.

“Paquito”, poema de Salvador Díaz Mirón, cuenta en versos la historia de un niño que se ha quedado sin su madre. Le sobrevive un padre desamorado y la soledad lo abraza a tal grado que habita las calles que lo saludan sin nombre porque no lo conocen, porque no es responsabilidad de ellas cuidarlo. ¿Su refugio? Una tumba, donde solloza repitiendo la frase que mi tío bien recuerda.

Entre desamparo, versos vestidos de soledad y promesas al aire, la profundidad del poema crece de acuerdo con las estrofas y relecturas. Parte de un incidente que guía en dirección a la frase repetitiva que adquiere respuesta, una respuesta acaso vacía y carente de empatía, pero cierta como la vida misma que no muestra permanencia; que continúa. “Y un cielo impasible despliega su curva”. Que su madre y que tu hija, dancen en la eternidad.

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