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En estas mismas páginas (Historia en cápsulas) se nos recuerda que el 17 de octubre de 1953, mediante decreto firmado por el presidente Adolfo Ruiz Cortines, se reconoció –así dicen las crónicas- el derecho de la mujer a votar y ser votadas, es decir a tomar parte activa (votar) y pasivamente (ser votadas) en los procesos políticos de toda índole: municipales, estatales y federales. Esto, sin duda, es un logro de la mayor relevancia en el largo, espinoso y arduo camino de la mujer hacia el reconocimiento pleno de su ciudadanía, es decir de su plena “capacidad de relacionarse con el Estado” en un plano de igualdad con los hombres.

También se nos recuerda que fueron pioneras en México en este tema las yucatecas Elvia Carrillo Puerto, Beatriz Peniche, Raquel Dzib (cuya historia debería ser más difundida para conocimiento general), diputadas locales, y Rosa Torres, regidora en el Cabildo meridano. Este primer paso fue fundamental en lo que hoy es (casi) una realidad: la presencia y participación femenina en todos los ámbitos del poder y el logro de la paridad (50%) en la designación de candidatos a puestos de elección popular (con el tropezón de las “juanitas” aquellas y algunos Fernández Noroña e imitadores que quisieran no haberlas “sacado de la cocina”).

Históricamente, como señala la investigadora Leticia Paredes Guerrero en su estudio “La participación política de las mujeres en Yucatán: de la lucha por la ciudadanía al ejercicio de ser ciudadanas, 1900-2015” (Tomo I, ampliación de la Enciclopedia Yucatanense), “la igualdad como principio básico de la ciudadanía le fue negada a las mujeres por razones biológicas (maternidad), económicas (cuidado de la familia, trabajo considerado no productivo), ideológicas (preferencias religiosas, pues se temía, según el investigador Gilbert M. Joseph, acotación mía, que ‘fueran influidas por los curas’), y, desde luego, políticas (no compartir la ideología hegemónica o representar una competencia real)”.

Ya no digamos en otras latitudes, donde aun ocurren cosas que nos parecen inverosímiles en pleno siglo XXI, como la obligación que les imponen algunas sectas musulmanas ultraortodoxas de usar la infame burka (el pesado trapo que les cubre de la cabeza a los pies y apenas les deja resquicios para ver y respirar), la prohibición de entrar a estadios y la esclavitud sexual en sectas africanas.

Hoy, a la vista de los logros en ese largo camino de construcción de su ciudadanía –y a pesar de la irracional oposición de algunos señores de horca y cuchillo- la mujer, en la teoría y la ley, está instalada en igualdad de condiciones que el hombre al menos en el ámbito político, donde prácticamente no le quedan obstáculos que superar como no sea el de violentos machistas que no digieren los cambios, porque en otros campos, por ejemplo el laboral, todavía le quedan muchas batallas que dar.

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