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En el primer artículo de esta serie nos quedamos en la salida de Valladolid a las 5 de la mañana rumbo a las selvas quintanarroenses, concretamente a Carrillo Puerto (la antigua Noj Caj Santa Cruz de los alzados cruzoob que merece capítulo aparte y a principios del siglo XX llamada Santa Cruz de Bravo por el general Ignacio A. Bravo que decían los blancos derrotó a los mayas), rebautizada en honor del socialista motuleño Felipe Carrillo Puerto.

El viaje demoraba cinco días, por veredas y caminos de herradura que atravesaban las espesuras de la selva en medio de altísimos follajes de chicozapotes, cedros y caobas que estallaban de lujurioso verdor y enormes lagunas de azules y verdes aguas y acompañados por el canto de aves de todos los colores, gritos de saraguatos y rugidos de balames.

Las jornadas empezaban apenas el sol se desperezaba en el horizonte y llenaba de iridiscentes colores la laguna a cuyas orillas habíamos acampado y terminaba a las 6 de la tarde, con el breve lapso de un descanso para comer algo de tasajo que don Vicho cocinaba en una fogata, un pimito y fresca agua que escanciábamos del calabazo. Atendidas las mulas que nunca padecían por falta de pastura en esa feraz selva, montábamos de nuevo y a seguir caminando. Las distancias se medían en leguas (4 kilómetros cada una) y no me pregunten cómo mi padre sabía qué distancia habíamos recorrido, pero sus cálculos no fallaron nunca.

Dos sustos recuerdo de aquel viaje: al segundo o tercer día, desde lo alto de un árbol apareció un saraguato (llamado también mono aullador) profiriendo el grito más aterrador que hasta entonces había oído y que me heló la sangre. La mula que montaba don Vicho también acusó el susto y el jinete, diestro en el manejo de esos animales, tuvo que hacer esfuerzos para controlarla (las mulas no usaban rienda, sino una especie de bozal hecho de cuerdas). Mi Colorada ni se inmutó: tantas veces había recorrido esos caminos que ya estaba curada de espanto.

El otro inolvidable susto ocurrió un anoche en que nos tocó acampar en un jato –un jacal que usaban los chicleros para acampar en las temporadas que vivían en la selva para sacar la resina del chicozapote destinada luego a convertirse en chicle-. Tras encender la fogata, cenar un café con pimitos, papá guindó las hamacas a una buena altura, suficiente para evitar los ataques de alimañas, y nos dispusimos a dormir. Era ya noche cerrada cuando (al menos eso me pareció) cerca de la choza se oyó el potente rugido del jaguar. Temblando le dije a don Vicho y se rió. No te asustes, no está cerca y, además, no se va a asomar por aquí porque le tiene miedo al fuego, me tranquilizó. Han de entender que esa noche la pase en vela.

Al amanecer –sanos y salvos-, luego de tomar el desayuno, dar de beber a las mulas y ensillarlas, continuamos el camino. Muchas sorpresas me esperaban…

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