Viaje mágico a “La montaña” (4)
El poder de la pluma
Heredero de las pocas pulgas de don Vicho, en alguna ocasión, en aquella casa de los Misioneros de Maryknoll en Carrillo Puerto –ya saben los que han seguido este relato que hablo de la base de esos sacerdotes en aquella histórica población- tuve una discusión nada amistosa con Justin, hijo de la cocinera negra de la casa cural y también heredero de las pocas pulgas de su madre.
Fue por unos tomates, háganme el favor. Estábamos junto a una mata de esos frutos y Justin decía que se llaman tomatos y yo le replicaba que no, que se llaman tomates. Así estuvimos un rato y la sesuda discusión lingüística entre dos rapazuelos fue subiendo de tono hasta que en determinado momento llegamos a las manos y nos dimos duro; alguien, sin embargo –creo que fue uno de los catequistas de la parroquia-, nos separó y nos dio severa reprimenda. Nos aclaró también que en inglés es tomato y en español tomate. Este episodio es un de los que más recuerdo de mi estancia en esa casa.
Otro recuerdo imborrable es el de la muy sabrosa comida que hacia la cocinera aquella, toda de estilo gringo (aunque alguna vez hizo rice and beans, que es comida típica de Belice). Los desayunos casi siempre incluían huevo con tocino o jamón, jugo de alguna fruta –o una limonada deliciosay muchas veces lo que nosotros llamamos hot kakes y los gringos panqueques (afortunadamente en esto no discutía con Justin, sólo me devoraba los tres o cuatro que me servía aquella señora de imponente tamaño, coronados con mantequilla de verdad, la de la lata azul, y bañados de miel).
Carrillo Puerto era entonces una población bastante peculiar. Aunque casi no tenía comunicación por tierra (apenas una vereda por la cual de vez en cuando se asomaba un camioncito de redilas que le llevaba mercancía a don Esteban Gasque, dueño de la tienda mas surtida del lugar), tenía un campo de aterrizaje donde era frecuente, más durante la temporada de chicle, que bajara un avión bimotor que acudía a cargar la resina en marquetas para exportarla. El comisionista era un señor de nombre Ruperto Prado, que era compadre de Pedro Infante, quien de vez en cuando llegaba como parte de la tripulación del aeroplano.
Los pobladores disfrutaban, al ser zona libre, de muchos privilegios, por ejemplo con la venta de mercancía de importación, por eso mi padre solía llevarnos a Valladolid, cuando iba de descanso por unos días, aquella leche Klim de la que ya hablé, mantequilla de la buena y otras delicias.
“La montaña” puede seguir dando de qué hablar. Seguiremos.