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En esta semana una palabra se ha asomado a mi realidad insistentemente: esperanza; a través de muy diversas situaciones esta palabra se ha entrometido en mis días, frecuentemente confundida con el optimismo, palabra desprestigiada por los comerciantes profesionales del subterfugio, que la vuelven algo así como un dulce para consolar todas las tristezas del alma.

Buscamos esperanza sin identificarla plenamente, y es que en este mundo iluso hemos llegado a creerle a muchos embaucadores que predicando un optimismo sin sentido pretenden reducir la realidad de la vida a una postura que garantiza que si tienes un pensamiento positivo solo recibirás cosas positivas, cuando la realidad de la vida nos mete por los ojos que este mundo está construido por muchas realidades y no todas son maravillosas, que, por muy optimista que se pretenda ser, cada hombre y cada mujer tiene que pagar a la vida su cuota de dolor.

La verdadera esperanza no es angustia, no es esa ilusión angustiada de la persona que ve cómo se van desarrollando los acontecimientos frente a él, como aquella que brilla en los ojos de un hombre cuando están a punto de informarle si lo han aceptado en el trabajo que tanto necesita; la verdadera esperanza no es pasiva, no es sentarse a aguardar que las compuertas del cielo se abran y ángeles alados desciendan hacia nosotros trayendo la solución a nuestros problemas y miserias; la verdadera esperanza tampoco es una droga que nos intoxicará para pasar agradablemente aturdidos por los sinsabores de la vida mientras endulzamos falsamente nuestra realidad.

José Luís Martín Descalzo explicaba maravillosamente la esperanza, decía que si queríamos verla bastaba mirar los ojos de los niños en los días anteriores a Navidad, que en esos ojos inquietos y anhelantes se podía comprender toda la realidad de la esperanza. Los ojos de nuestros hijos no reflejan angustia alguna en esos días, más bien en ellos podemos ver la seguridad total y absoluta de quien, sintiéndose amado, espera la caricia de quien lo ama.

Esta realidad es la que huye de nuestros ojos adultos; nos falta el convencimiento de sentirnos amados por la vida y esperar confiadamente sus muestras de amor, ya que, si ni Salomón en toda su gloria se llegó a vestir como los lirios del campo, ¿qué no hará la Vida por nosotros?
Es por eso que le pido a la Vida llegar a tener la esperanza de los niños, ver la esperanza a través de sus ojos en Navidad. En medio de mis numerosos errores, defectos y miserias recuerdo perfectamente que para ver a la Verdad cara a cara todos nos tendremos que hacer como niños.
Que la esperanza sea un motor que nos impulse y no un dulce que nos consuele y que nuestros ojos de niño estén abiertos claros y limpios ante la Vida.

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