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Mucho se ha escrito y reflexionado acerca de la técnica ancestral de la chancla, aplicada por nuestras madres y abuelas en la educación de sus hijos. En estos tiempos, muchos añoran el regreso de esos días en que más valía una nalgada o una bofetada a tiempo. De hecho, muchas veces y en casos de alta importancia o gravedad, si la acción correctiva se aplicaba en el momento justo, con la intensidad que ameritaba la falta y como una inequívoca consecuencia de la travesura cometida, solamente hacía falta una, solo una, pero bien puesta.

La violencia es hoy creciente, tanto en cantidad de eventos como en intensidad, y por todos los rincones de nuestro país. Una buena parte de la sociedad está cargada de una ira activa y desenfrenada, las posiciones ideológicas se defienden no solo con vehemencia, lo cual no tendría nada de malo, sino también con virulencia, una rabia verbal que está también pasando a las acciones, que ya no se contiene ni se apacigua desahogándose con palabras, sino que quiere destruir, hacer daño, romper todo.

Y conforme este fenómeno crece, el orden social que debería prevalecer se está empezando a romper. Se está traspasando en algunos casos la delicada y frágil línea entre el derecho a manifestar una idea y cometer un delito mientras se ejerce ese derecho. El catálogo es amplio, monumentos grafiteados, escaparates rotos, libros y otras mercancías quemados, escupitajos, brillantina, pintura, agua, mierda, o cualquier sustancia que pueda arrojarse sobre el rostro o el cuerpo de personas pacíficas, golpes, patadas.

Un grupo social que se siente con derecho a realizar esos y otros actos en contra de sus semejantes o de sus bienes individuales o comunitarios, que erróneamente cree que tiene el derecho a cometer un crimen y no ser castigado por hacerlo.

Pero para muchos otros está sumamente claro: quien comete un acto señalado en las leyes como delito o crimen se convierte automáticamente en un delincuente, un criminal. De modo que tal categoría se la impuso a sí mismo desde el momento en que, haciendo uso irrestricto de su libertad, decidió cometer la fechoría. Así que la otra parte de la sociedad no criminaliza a estos individuos, tampoco la autoridad que advierte y que intenta poner orden. La calificación de criminales se la ganaron con todo mérito.

Pero en muchos lugares también estamos con tristeza atestiguando una ausencia de autoridad, esa que los ciudadanos hemos entregado al estado como depositario, pero que el mismo estado está evadiendo su ejercicio, ya sea por negligencia o, más grave aún, por voluntad manifiesta.

Así que acusar a esos y esas cobardes con sus madres o sus abuelas carecería de eficacia y de sentido. Más bien hay que imitar el modo como esas madres y abuelas recetaban un ejemplar escarmiento a los rapazuelos malcriados, y darles una consecuencia, solo una, pero bien puesta.

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