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En México, asolado por las sombras del narcotráfico y las ejecuciones que vulneran el derecho más elemental a la seguridad y la paz social, se ha trastocado el universo cotidiano para demostrarnos nuevos patrones de conducta, palabras y literaturas marginales que, en conjunto, socavan nuestra ilusión de confianza en ese esperanzador mañana con que nos arropábamos todas las noches. La credibilidad de las instituciones policiales descansa pulverizada, principalmente por las implicaciones que tiene con los grupos criminales que gobiernan este país; ahora leemos que el ejército está implicado en nexos con los cárteles de la droga, situación que aún deberá demostrarse. Entonces, ¿quién resulta ganador en este debate sobre nuestra seguridad, cuando el Estado demuestra su incapacidad para garantizar la tranquilidad de sus ciudadanos? El mercado, indudablemente.

Esa incertidumbre permea en todos los ámbitos de lo cotidiano, alentada por las políticas del mercado que vislumbraron un terreno fértil para diversificar sus ganancias. Así, el lenguaje del miedo incluye palabras como blindado, seguros de vida, cercas electrificadas, cámaras de seguridad, empresas de vigilancia, rastreadores, alarmas, entre otros. Como dijimos líneas arriba, el Estado subrogó esa obligación a las empresas particulares, permitiendo que el discurso de la inseguridad se convierta en la mejor forma de promocionar los artículos de defensa personal y terminar de demoler las paredes de la esperanza, sembrando las raíces de la incertidumbre y la paranoia a niveles inconcebibles.

A la par, la literatura marginal, como las narconovelas, dan cuenta del nuevo modelo de lenguaje que opera en lo cotidiano. Las estrategias de defensa ante los tiroteos, programas especiales implementados en las escuelas, similares en Estados Unidos ante un posible ataque nuclear, están retratados en los nuevos libros que abordan el tema del miedo. Un fenómeno similar ocurre con los investigadores en el terreno del ensayo, donde vemos los estantes de las librerías abarrotados de obras sobre los fenómenos de las ejecuciones, las biografías de los grandes cárteles del narcotráfico, de los capos, hipótesis que dan cuenta de los orígenes de los mismos; también, están esas historias paralelas sobre el tráfico de seres humanos, la migración, la pornografía infantil, secuestros, extorsiones y amenazas, todo un universo de palabras que nos explica el origen del miedo, mas no la forma de erradicarlo.

El lenguaje del miedo tiene raíces más profundas que las evidentes; en la modernidad soñábamos con un futuro prominente, en el progreso, en la razón como arma para cincelar un camino exitoso. Hoy, en la posmodernidad, el futuro dejó de contarse en años para instalarse en el presente, en ese placer mundano y fugaz, pero inaplazable, porque hemos descubierto que las grandes promesas de trabajo son humo y espejo y que la violencia carece de lógica. El destino, ese plan trazado con antelación por las fuerzas divinas o nuestras manos, solo lo podremos alcanzar si nuestro chaleco antibalas tiene la resistencia marcada en la etiqueta.

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