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A mediados del siglo pasado el mundo comenzó a inundarse de objetos, con una asombrosa velocidad el alma se impregnó de cosas que iban empañando los lugares y los sentimientos, nuestra forma de ver la realidad cambió con rapidez impensable. Quedaron atrás los paisajes; los sonidos del mundo, los horarios de los programas de televisión y la pasión de soñar por el futuro cedieron paso a la fotografía, los walkman, el formato de video VHS, ya nuestra vida entró irremediablemente a una colección de objetos como referencia al pasado: perdimos la anécdota humana para ceder al objeto el foco central de la historia.

Parte de este tema lo aborda Fabrizio Mejía Madrid en su libro Arde la calle, la novela de los ochenta, una serie de crónicas interconectadas ya sea por los personajes o un objeto relacionado con ellos, que interpretan nuestro presente, marcado por la veneración a la tecnología, el sexo y el individualismo, usando como punto de partida esa década en donde comenzó a transformarse las vida de los jóvenes con la irrupción de las novedades en el mercado, epidemias, fraudes y desastres naturales que dejaron una huella indeleble, al menos, en la Ciudad de México.

Así, la crónica comienza con la ilusión del boom petrolero y la instalación de un tubo, “la columna vertebral de la patria” diría en su momento José López Portillo, que conectaría al país con Estados Unidos para proveerlo de gas a cambio de millonarios ingresos nacionales; es la historia de un sueño de bonanza que acabó carcomido por el óxido de una corrupción que mostró una faceta más voraz que en años anteriores. En esta primera crónica aparece la historia de la familia Vives que Dios y luego el Diablo los puso en el camino para librarse de la pobreza primero y luego golpeados por la cacería de brujas en busca de chivos expiatorios, no necesariamente inocentes, que dejen los grandes intereses intactos.

Vemos el boom petrolero a través del famoso tubo que traería la riqueza nacional, el video VHS que dejó atrás a las revistas eróticas y trajo una nueva realidad sexual a la vida de los jóvenes, el reloj swatch como una prenda de opulencia, el walkman y el encierro en nuestra vida interior, la epidemia del VIH y la nueva cultura del condón y sus repercusiones en la forma en que concebimos la sexualidad, la huelga en Pascual Boing!, el cubo de Rubik y las posibilidades del infinito, el temblor de 1985 y las secuelas en millones de familias que se quedaron sin esperanza, el paso de las drogas naturales a las sintéticas como la cocaína, la primera huelga estudiantil 20 años después de la masacre de Tlatelolco, entre otras.

Un mundo que cedió terreno a lo material para irnos definiendo por nuestra capacidad de aislarnos, de cuánto podemos acumular, la modernidad como línea argumental que definió a esa generación que sobrevivió al colapso del sistema económico, al fraude electoral del 88, al derrumbe de la ilusión de vivir de las acciones en la Bolsa Mexicana de valores, esto último dio como resultado que los corredores de bolsa se conviertan en los nuevos ricos. En fin, una década que movió la sociedad mexicana desde sus cimientos morales, sociales y económicos, en donde perdimos el futuro: creíamos que era irrompible y que contenía todo un mundo de posibilidades como los nuevos discos compactos que salieron en ese año y sólo descubrimos que ese espejismo de un mejor mañana saltaba en pedazos a la primera patada.

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