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Mi abuelo Calixtro era muy conocido en la comisaría de Sitilpech, poseía una tienda de pueblo surtida de productos de primera y segunda necesidad, su comercio evitaba que los pobladores fueran a Izamal a proveerse y así aminoraba gastos y preocupaciones a sus coterráneos. Todo caminaba bien hasta que tomaba su primera copa de alcohol, la primera desataba sus tiempos de abstención etílica controlada por años. Con una indeseada coreografía, abría las puertas de la tienda y se sentaba a observar cómo sus marchantes se llevaban todo sin pagar un centavo; cuando en su sostén comercial solo quedaban los anaqueles vacíos, abandonaba el lugar para seguir con su parranda.

Vuelta la sobriedad, vendía dos o tres toros y volvía a comenzar a tejer su historia de Penélope. Llegó el momento de cerrar el ciclo de fortuna e infortunio de su negocio y comenzó a dilapidar su ganado. Pronto quedó a la intemperie de la vida, en sus días seniles recordaba sus andanzas de samaritano pueblerino y se lamentaba de que nadie del pueblo aprovechó las dádivas provocadas por los vapores del alcohol.

He recordado a mi antepasado al escuchar sobre las manos rotas de nuestro presidente López Obrador; creo que, como mi abuelo, el presidente está errando el camino, el asistencialismo no es la solución para erradicar la pobreza; ya lo dice el economista de moda Amartya Sen: “Ninguna nación se ha hecho rica con dinero regalado” y el parafraseo traspolado no es necesario.

Las políticas asistencialistas han provocado mayor desigualdad que la misma pobreza. Las políticas de compensación solo han tenido el sello de buena voluntad y de alcanzar una firme base clientelar. El peligro aparece cuando una persona se da cuenta de que posee un gran capital que bien exhibido le permitirá vivir sin tantas preocupaciones. Basta echar una fisgoneada en un pueblo, como en el que nací: la costumbre moderna es que los hombres lleven a sus hijos en edad escolar al kínder y a la escuela primaria, luego, después del mediodía, regresan a recuperarlos; esa es la rutina que se replica en toda la península, el campo está en el olvido, la hierba crece en donde antes se obtenía el sustento.

Recuerdo cuando en la infancia nos acicateaba el hambre, salíamos al campo donde mi progenitor sembraba, además del maíz, frijol, calabaza, camote y yuca; regresábamos cargados de costales de bastimento que intercambiábamos por carne y arroz. En el patio teníamos tomate, cilantro, apazote y rábanos; en los días de fiesta sacrificábamos algunas gallinas para el puchero. Eso es historia.

Lo he escuchado de viva voz de pueblerinos: ¿Para qué ir al monte, si con lo que me da el gobierno es suficiente para mal vivir? Bien lo dice el viejo proverbio sabio: “A un hombre enséñale a pescar y no volverá a tener hambre”.

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