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Mérida puede llenarse de epítetos: colonial, segura, limpia, hermosa, hospitalaria y otros más que ensalzan a esta ciudad que habitamos. Pero… el corazón de esta urbe es discriminante con los mayas y hace gala de racismo basada en la supremacía blanca. Edgard Rodríguez Cimé no se anda por las ramas al decir: “Mérida es una ciudad blanca en función de la idiosincrasia racista y discriminatoria de una élite, primero española y luego criolla, en contra de los habitantes de esta laja maya”.

La historia local hace mención de cómo, en el día del Señor, la actual Calle Ancha del Bazar era cerrada para que las jóvenes pudientes de apellidos rancios pudieron solarse en paseos dominicales luciendo su hermosura y ropaje de finos encajes parisinos. Los aborígenes peninsulares ni siquiera osaban acercarse al lugar que en el nombre llevaba la prohibición: “Paseo de las niñas bonitas”. No es que las bonitas aumentaran, no, era el dinero que fluía que permitió la construcción del Paseo de Montejo.

El Paseo de Montejo es lo más nefando, nefasto y funesto, ya que restriega en la cara de los herederos de la cultura maya la ostentación lograda con la sangre, sudor y lágrimas de los hombres esclavizados con cadenas de deudas. Los 1,198 metros originales de este proyecto fueron adoquinados con el dolor de la etnia maya, los suntuosos palacios que flanquean la avenida, más que asombro, causaron laceración en viajeros e intelectuales que escribieron sobre la vergonzante situación de los mayas que dejaban su vida en los henequenales de la casta divina. No solo fue John Kenneth Turner, con su México Bárbaro, también John Reed en México Insurgente y Tabor Frost y Channing en su Egipto Americano, que conocemos parcialmente gracias a Roldán Peniche Barrera, traductor de una porción de la obra; ellos fueron quienes denunciaron cómo los esclavistas eran dueños del cuerpo y pensamiento de un ser humano.

Imagine el lector ser un maya, con conciencia étnica y conocedor de su historia, transitando en esa ignominia que lleva el nombre del conquistador de estas tierras; el avasallamiento es total, o te rebelas o bajas la cabeza.

Las haciendas eran una prisión. Allí se nacía y ahí se moría. ¿Valía la pena enseñorearse sobre las víctimas? Nadie pensó que levantar el llamado Monumento a las Haciendas es un agravio a quienes todavía tienen el recuerdo de sus ancestros sufriendo las penurias de la esclavitud únicamente por ser indígenas. Ese monumento simula una chimenea, es un icono de la crueldad, era la parte más visible de la hacienda.

Los jóvenes, no se si consistentemente o no, lo nombran el cigarro, el pene, el faro y otros eufemismos. Como sea, no somos una ciudad intercultural, el criollo sigue manteniendo la supremacía, los indígenas y pobres trabajan para los blancos y en las noches regresan a su ghetto en el sur, este apartheid se basa en el color de la piel y los apellidos (Continuará).

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