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Este miércoles, un libro-bomba estalló en el Senado de la República, en la oficina de la senadora Citlali Hernández, de Morena, produciéndole heridas menores. Ese mismo día, Víctor Rico Escobedo, brigadista del PRD, corrió con menos suerte. A sus 18 años murió asesinado a balazos en Ciudad Victoria. El país vagamente se dio por enterado de ambos hechos.

La violencia política, en general, y la electoral, en particular, son un añejo problema nacional. Durante el siglo XX, las grandes confrontaciones electorales (en 1929, 1940, 1952 y 1988) estuvieron acompañadas de diversas expresiones de violencia, incluyendo el asesinato, que como regla general, se ejerció desde el Estado en contra de los opositores. Esta dinámica tuvo un cambio nítido a partir de 1997, cuando dejó de ser parte de la lógica general de la política mexicana.

Esto desde luego no significa que la violencia electoral haya desaparecido, sino tan solo que comenzó a generarse por procesos distintos, menos generales, vinculándose a espacios locales y a diversos partidos, entre otras cosas. A partir de 2000, en todo caso, la ruptura del régimen de partido de Estado significó también que los antiguos mecanismos de violencia institucional perdieran funcionalidad y eficacia. La nueva violencia tiene distintos focos, parte de múltiples actores, no es necesariamente oficial, y no persigue fines comunes. Ésta es la violencia que testificamos el viernes.

Ni la explosión del Senado, ni el asesinato de Tamaulipas pueden atribuirse sensatamente, en primera instancia, a la acción del Estado. En el caso de la legisladora morenista, el sinsentido es evidente, en el caso del joven perredista, aún siendo un opositor, no hay evidencia inmediata de responsabilidad de actores oficiales, ni otros elementos que lleven a concluir lógicamente que ésta existe. Estamos ante distintos actores, que operan en contextos diferentes, y cuyos ilícitos no obedecen a causas comunes. No es ya el Estado como foco principal de la violencia política y electoral, actuando en represión de opositores. Es la dispersión de los focos de violencia, su ampliación social y su crecimiento rebasando la capacidad estatal de controlarla.

Paradójicamente, en este nuevo México de violencia sin concierto, la sociedad ha desarrollado rápidamente una gran insensibilidad al dolor ajeno. Desde hace algunas elecciones, cada jornada tiene un número variable de muertos, que provocan cada vez menos sorpresa, y que simultáneamente evidencian la incapacidad social y estatal de dirimir conflictos electorales en paz plena. Es verdad que en días de elección la tranquilidad prevalece en la gran mayoría de las casillas, pero no se trata de un balance. Elecciones con muertos y bombas son inaceptables, independientemente de su número.

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