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La discusión sobre la revocación del mandato del presidente se ha abierto nuevamente. La oposición ha manifestado diversas sospechas, que deben ser valoradas con serenidad; pero, más allá de ellas, creo que los distintos planteamientos que se han hecho sobre el tema exhiben el agotamiento del sistema presidencial.

La intención inicial de López Obrador era someterse a refrendo en la elección federal de 2021. Esto le permitiría ser candidato junto con los candidatos a diputados federales afines a él y estimular la votación en favor de ellos, dada la elevada popularidad del tabasqueño. Esto le facilitaría ratificar su mayoría en la cámara correspondiente. El problema que él señala ahora es que, en caso de perder la consulta, la suplencia del cargo quedaría al aire. Se trata de un problema real. La solución que propone es realizar el refrendo en el mes de marzo previo a la elección federal. De ese modo, en caso de un voto desfavorable, el nuevo presidente sería electo junto con los diputados.

La solución resulta impráctica porque, o se duplican los costos al realizar dos votaciones en fechas distintas, o se reduce a la mitad su costo, afectando severamente su confiabilidad. Este conflicto, sin embargo, no existiría en un régimen parlamentario. En él, el período presidencial terminaría junto con la legislatura federal, por lo que, para gobernar tres años más, el jefe del ejecutivo tendría que competir nuevamente en las urnas. Esto es lo que en principio quiere López Obrador, y me parece perfectamente razonable. Adicionalmente, el presidente no competiría solo, sino al frente de un conjunto de candidatos a diputados, que resultarían electos en función de los mismos votos que él, que también sería candidato a diputado. Así, su mayoría de votos se vería acompañada de una mayoría legislativa, que es también lo que Andrés quiere y que a mí me parecería razonable, siempre y cuando la cámara se integrara de manera estrictamente proporcional a los votos recibidos por cada partido. De esta forma, quien quisiera mayoría en ella tendría que lograr la mayoría del total de votos del país. Finalmente, en caso de que el presidente perdiera la elección, otro candidato la ganaría, correspondiendo a éste formar gobierno y presidir la República.

El procedimiento sería irreprochable en términos democráticos, pues si en ese sistema López Obrador ratificara su mayoría electoral, contaría automáticamente con una cámara de diputados en la que sus partidarios también serían mayoría. Por el contrario, si no obtuviera esa votación, perdería la presidencia, que sería ocupada por el candidato que lograra el voto mayoritario de la cámara y que, a diferencia de lo que pasa ahora, no se podría lograr con una minoría electoral.

Sin embargo, nada de eso va a pasar, porque seguimos atorados en el presidencialismo.

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