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El 16 de agosto, durante una marcha de protesta contra la violencia de género, fue vandalizado el Ángel de la Independencia; otro tanto ocurrió con el Monumento a la Madre el 28 de septiembre, en la ciudad de Mérida, al realizarse otra marcha, ésta en favor del aborto. Las acciones destructivas fueron criticadas por todos los medios, incluyendo desde luego las redes sociales, con distintos grados de dureza. Las mínimas voces justificantes de esos actos no lograron, ni con mucho, ganar consenso en el debate.

Llama la atención, sin embargo, la enorme variación de intensidad que tienen los reclamos por el daño a bienes culturales, incluyendo el patrimonio histórico de la sociedad, dependiendo de quién sea el responsable de la destrucción.

Cuando estos destrozos son producidos por participantes en algún tipo de reclamo social, las voces de indignación se alzan, reclamando regularmente la intervención violenta de las autoridades y, en no pocas ocasiones, lamentándose de que a los delincuentes se les respeten los derechos humanos; por el contrario, cuando la destrucción va mucho más allá del vandalismo, pero es llevada a cabo con el noble fin de que un particular se enriquezca, o de que un gobernante realice obras para su beneficio político, los reclamos rara vez llegan a las noticias, y jamás levantan los niveles de indignación de los comparativamente muy limitados daños causados por las marchas.

En Yucatán tenemos amplia experiencia en esta materia. Sin más queja que la de algunos especialistas y ciudadanos consternados, a lo largo del tiempo hemos visto la destrucción parcial o total de múltiples construcciones con valor histórico. Sin llegar al siglo XIX, que entre otras cosas vio demoler la fortaleza de San Benito, en las últimas décadas presenciamos la afectación de obras tan relevantes como la Casa de Montejo, o el edificio de la farmacia Drogas, entre muchos otros. En días recientes, corrieron la misma suerte partes significativas del antiguo casco de la hacienda de Santa Gertrudis Copó, pese a la oportuna intervención de las autoridades, sin que testifiquemos enojos comparables a los desatados por el vandalismo de las marchas.

La contradicción es una confesión. Quien se duele de los destrozos de mujeres que protestan, pero calla ante la destrucción a gran escala del patrimonio cultural, evidentemente no tiene preocupación por éste, sino por descalificar las causas defendidas por quienes se manifiestan.

Hacer reclamos sociales no justifica de ninguna manera atacar bienes públicos o privados; pero dolerse de los pequeños daños, sumándose al mismo tiempo a la conspiración del silencio por las grandes destrucciones, no hace sino contribuir a encubrir el arrasamiento industrial del patrimonio histórico.

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