De lecturas y memorias

Verónica García Rodríguez: De lecturas y memorias

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Una de las primeras cosas que hice en mi vida y en secreto fue aprender a leer. Tenía cuatro años y aprendí sin darme cuenta con el programa de televisión Aprendamos juntos que se dejó de transmitir en 1983. Pero no sabía, ni remotamente, que sería el inicio de un intenso viaje de por vida y por la vida.

Durante muchos años, me vi frente al librero negro que siempre estuvo en casa de mis padres repleto de libros de texto y algunas ediciones de la Secretaría de Educación Pública. Sobra decir que mis padres son maestros y que esos libros poco fueron abiertos. Sin embargo, bajándolos para limpiar y reacomodar, a veces por colores, a veces del más grande al más pequeño, me encontré con un libro de Antoniorrobles, cuyo nombre en aquel momento no tuvo la menor importancia. Era un libro de formato grande y con portada azul, también editado por la SEP, que contenía Las aventuras de Azulita y Rompetacones. Azulita era una niña inteligente y curiosa que siempre llevaba en el cabello un lazo azul en forma de mariposa y su hermano era Botón Rompetacones, un chico con un sombrero que tenía un tenedor en vez de pluma. Ambos vivían en Villa Colorín de las Cintas, donde ocurrían las cosas más sorprendentes y que, después de muchísimos años de no leerlo porque el libro se extravió, las recuerdo con mucho cariño.

Así quedaron en mi memoria los títulos Ivanhoe, El último mohicano, El filibustero, Mujer que sabe latín y Romeo y Julieta, el cual intenté leer como a los trece años, pero no pasé de llevarlo en la mano para que mis amigos vieran que leía a Shakespeare, aunque en la adolescencia leer no es requisito de popularidad.

Pasó mucho tiempo para que supiera que era lectora y me reconociera como tal. Viví mi pubertad sin saberlo, tan sólo viví. Después, me convertí en madre adolescente, un cambio radical en mi vida, una etapa de grandes descubrimientos. Me descubrí a mí misma. Leyéndoles a mis hijos cada noche recuperé la memoria. Juntos emprendimos con el Nautilius Veinte mil leguas de viaje submarino; el Corazón, diario de un niño; los cuentos de Anderson, Perrault y Oscar Wilde.

Para cuando retomo la escuela, en la Normal Superior de Yucatán, no sólo me había reconocido ya como lectora sino que había nacido una necesidad de prolongar la sensación que me provocaba leer, y eso sólo podía lograrlo escribiendo. La gran pregunta en ese momento fue ¿Por dónde empiezo?

Recurrí a mi antiguo maestro Lorenzo Salas, quien me recomendó leer Mujer que sabe latín, de Rosario Castellanos. Recordé el librero negro que seguía en casa de mis padres con los mismos libros. Casi de inmediato —conociendo a mi papá, no lo pedí prestado—, lo tomé prestado en silencio y nunca lo devolví. Aún lo tengo conmigo.

La primera sorpresa al llegar a mi casa, sacar el libro y darle vuelta, fue leer en la contraportada el otro fragmento que complementa el título Mujer que sabe latín, y nos sentencia: “no tiene marido ni tiene buen fin”.

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