Mercedes, entre jardines y música

Verónica García Rodríguez: Mercedes, entre jardines y música

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A mi abuela doña Mercedes Silveira Gómez

Mercedes, pero le decían Mechita, doña Mechi, mamá Mechi para sus nietos. Costuraba, era modista. Durante muchos años hizo vestidos, uniformes y arreglos para familias adineradas de Mérida, pero también me hizo a mí muchos vestidos en mi infancia y una muñeca gigante, que superaba mi tamaño. 

Fue mi abuela, viví a lado de su casa toda mi niñez y parte de mi adolescencia, por lo que era común que huyera a su casa cuando no quería estar en la mía, pero pocas veces entraba por la puerta, era más divertido brincar el muro de adelante —o el de atrás— que dividía las casas. En el frente, me recibía un jardín lleno de plantas, arbustos de cocinera llenos de flores, rosas y galán de noche, que aromatizaban las tardes de primavera. Eran su motivo para levantarse todas las mañanas antes de ir a comprar las verduras del día para cocinar. Por detrás, el muro de la casa era más alto, pero al brincarlo, me recibía el patio con un árbol de huayas y otros de limones, naranjas y plátanos. En el centro, la casa fresca y grande, con pisos de colores, que antes fue de paja. Siempre limpia y organizada como las casas en las que trabajó tantos años, nunca su mesa sin mantel, ni su cama sin cobertor, hechos por sus propias manos. En la cocina, no faltaban las servilletas de tela bordada, las galletas, el arroz con leche y los caballeros pobres.

Hija única y madre de tres hijos. Divorciada. Amaba la música, aunque pocos lo sabían. Cuando niña disfrutaba desde su ventana escuchar las notas del piano de una casa vecina; más tarde, la vida puso en su camino el amor de un trovador, pero que ella no se permitió. Sin embargo, tuvo un hijo músico, Néstor, por lo que años después, ya en su madurez, tuvo un piano en su casa —rentado, claro—, pero del que escuchaba las melodías en su propia sala, y acudió muchas veces al teatro —lo que antes para ella fuera impensable— a escuchar los coros que él dirigía. Néstor fue el hijo pequeño, el que ya no esperaba, el último en llegar y el primero en partir. Su hijo Manuel se dedicó a la reparación y restauración de máquinas de coser y Elizabeth, su hija, a la educación, pero con el tiempo se acercó a la costura, con la que, como mamá Mechi, también hace feliz a sus nietas. 

Quizá fue una suegra dura, pero una abuela amorosa y valiente. 

Hoy, se ha ido a sus 93 años y, quizá, no tendrá un obituario ni funeral, como ocurre con las personas poco importantes para esta sociedad, en silencio llegan y en silencio se van. Tampoco pudo regresar nunca a su casa que tanto amaba, en la que ya no hay rosas ni galanes de noche, ni están sus vecinas con las que solía platicar por las tardes, pero se despidió de sus dos hijos, Manuel y Elizabeth, y de sus nietos, bisnietos y tataranietos. 

Seguramente, hoy, ya sonríe de nuevo porque estará disfrutando la música de su hijo en el cielo. 

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