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Perder es algo que a nadie le gusta, no importa de qué se trate, la pérdida es un cántico de debilidad ante la actitud estoica que comúnmente se pregona como ideal y perfecta, es algo que, aunque ninguno quiere, a todos les pasa en algún momento.

Puedes perder un vuelo, las llaves, el tiempo, la inocencia, el coraje, el amor, la emoción, las ganas, la pasión, los ánimos, el odio, las oportunidades, en fin... Si de perder se trata, las opciones sobran.

Pero entre las pérdidas más dolorosas que alguien puede experimentar se encuentra la de perder a una persona.

Y está claro que cuando se trata de un fallecimiento es muy doloroso, irremediable y triste. Pero la pérdida de la que hoy te quiero hablar, es la de una persona que sigue con vida, pero que está ausente.

Hace un tiempo me pasó, perdí a alguien que siempre mostró una actitud positiva ante la vida, un ser humano para quien no había problemas, sólo lecciones y en cada obstáculo encontraba una oportunidad.

La perdí, y lo más triste de todo, es que no me percaté de que ya no estaba, me enfrasqué en el ir y venir de los días, poniendo toda mi atención dónde se suponía debía ponerla. Me dediqué a atender otros asuntos y a otras personas, enfocándome en lo que, según yo, debía hacer.

Mientras tanto, mi persona favorita se me iba de las manos; se esfumaba, perdía sus colores, se quedaba en silencio, y me dejaba de hablar poco a poco, desapareció entre las horas repletas de compromisos, se apagó con las ocupaciones continuas, se fue debilitando, porque no la escuché, empezó a desvanecerse porque el amor que siempre le di quedó en espera.

Entonces, uno de esos días muy raros, en los que no hay tanto pendiente y queda un espacio para la reflexión, detecté su ausencia, me puse a buscarla y no la hallé.

Fue de frente a su abandono que me di cuenta de la cantidad de veces en que me dijo que se sentía cansada, y la obligué a continuar; vinieron a mi mente las ocasiones en las que me pidió que le dedique tiempo, o el día que me arrastró despacito hacia la cama, pero la rechacé, negándole esos momentos de breve descanso, porque había mucho por hacer.

Me sentí muy triste, el vacío fue inevitable, la espera y la incertidumbre fueron jueces malvados que a diario cumplían con su labor fastidiosa decretando que yo me lo busqué.

Me cansé de no encontrarla, pero sabía que, si procuraba todo aquello que tanto me pidió, seguramente la tendría de vuelta; pensé que si mantenía el ambiente que disfrutaba tanto, y me dirigía hacia donde siempre se sintió feliz, la iba a encontrar.

De repente, una mañana, se me apareció de frente, la reconocí enseguida, y ella también a mí, luego de mirarla al espejo, le prometí que jamás la volvería a soltar, le pedí perdón por olvidar sus anhelos, por ignorar sus necesidades, por descuidar sus sueños, por dejarla abandonada en el camino, mientras a otros le daba atención. Lamento haberla perdido algún día, porque ella es mi todo, mi mundo, es quien estará conmigo hasta el final, esa persona, soy yo.

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