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Desde hace muchos años, en la población de El Fuerte, en Sinaloa, se habla de la existencia de unos túneles que estaban debajo de la ciudad y que servían para comunicar a las casas de los ricos con la iglesia. Esto lo afirmó el señor Ovidio Briseño y fue publicado por Homero Adame.

En cierta ocasión, y en temporada de lluvias, unos trabajadores encontraron atrás del palacio municipal, la entrada a un túnel. Las precipitaciones causaron un hundimiento y unos empleados de Obras Públicas hallaron un hueco semejante a un pozo. Posteriormente vinieron los investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia y se hicieron cargo de la exploración. Se supo que recorrieron varios ramales de ese túnel; uno llegó a la parroquia del Sagrado Corazón y otro hasta la capilla de El Colome, población a dos kilómetros de distancia.

Estos hallazgos dieron fuerza a las leyendas en torno a los túneles que muchos ancianos de El Fuerte siempre han narrado. Dicen que hace muchos años se veían ánimas como si salieran de la tierra. Creían que esas apariciones eran las almas de los muertos enterrados dentro del túnel y que siguen penando porque jamás recibieron cristiana sepultura. Por otra parte, hubo gente que escarbaba en ciertos sitios con la esperanza de encontrar un tesoro, sin hallar nada.

Otra narración dice que un señor quiso construir un cuarto nuevo en su casa. Cuando excavó para hacer los cimientos, encontró un hueco que resultó ser la entrada a un túnel. Pensó que podría hallar un tesoro y de inmediato fue a conseguir una cuerda larga y una lámpara. Él y un compadre suyo bajaron por aquella cavidad y empezaron a caminar hacia un lado del túnel, pero no pudieron seguir porque estaba derrumbado. Exploraron por el lado contrario hasta que dieron con una puerta de madera. La tumbaron a patadas y adentro había esqueletos. Un poco más adentro vieron a un monje encapuchado rezándole a unos huesos; traía un rosario en una mano y un cirio en la otra. El señor y su compadre le pidieron disculpas por interrumpir y el monje sólo levantó la cabeza, sin decir palabra. Ellos vieron que no era un ser de carne y hueso, sino que su rostro era una calavera. Muy espantados salieron corriendo de allí. Luego, el señor tiró todo el escombro en el hueco del túnel para quitarse la tentación de volverse a meter.

Él y su compadre cayeron enfermos de espanto y así estuvieron varios días. El señor se alivió gracias a que una curandera indígena de Mochichui le hizo varios rituales, pero su compadre murió a las dos semanas. Antes de fallecer perdió la razón pues en su lecho de muerte gritaba: “El monje es una calavera, el monje es una calavera”, concluye Adame.

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