Viejo compañero de mi soledad

Cristóbal León Campos: Viejo compañero de mi soledad.

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Solo entre muchos otros con su tono gris y aspecto parco, adornado con un toque dorado en las letras del título que le otorga un gesto de solemnidad, llamó mi atención. Mentiría si dijera que recuerdo una fecha precisa, pero sí puedo afirmar que fue mucho antes de tener conciencia sobre lo que ahora llamo el acto de leer.

Su aroma aún me gusta, me transporta a los días que precedieron la educación secundaria, aunque quizás ahora esté más cargado de nostalgia, tras la partida hace más de una década de mi padre. No obstante, no sé si fue él quien lo llevó a casa o fue mi madre a quien años después descubrí como asidua lectora.

Recuerdo que disfrutaba admirar las letras de su interior, pasar sobre ellas los dedos y sentir sus formas retocadas entre bordeados y especial textura, no sabía entonces que eso era parte de lo que suele llamarse tipografía, no era consciente del trabajo de los editores e impresores, pero sí era receptivo a las variaciones en tamaños y curvaturas que causaban una especie de hipnosis placentera que me hacía regresar una y otras vez a sentir el simple hecho de tenerlo entre las manos y hojearlo reiteradamente, mientras leía extractos de párrafos sin un orden necesario, con la únicamente finalidad de apreciar el deleite de su presencia que acompañaba mi temprana desolación.

El viejo librero que lo resguardó durante mi infancia, aún continúa realizando esa función. En el cuarto final de la casa de mis padres, donde la luz solar se entrecruza con las sombras de los árboles del vecindario, junto a una de sus ventanas y a un costado de otros centenares de ejemplares que aguardan sigilosos el tiempo de un reordenamiento, ahí permanece perenne frente al paso de los días, que, sin agotar su tinta, atesora la historia de Robin Hood, un ser legendario que dio a otros refrendando el derecho de poseer un poco de bienestar a favor de los desposeídos.

Aquella vieja edición, sin fecha de impresión y nombre del autor, seguramente adquirida a través de esa costumbre hoy perdida, mediante la cual diversas casas editoriales llevaban hasta la puerta de los hogares las novedades de sus catálogos, o, quizás, por la oferta a los subscriptores de las revistas de la época, ese viejo compañero de desiertos inconscientes, fue el primer libro que leí y releí incontables veces, sin imaginar que con el paso de los años, tanto la historia que en sus páginas se narra seguiría apasionándome, como que en el devenir de la vida terminaría acumulando muchos otros títulos y laborando entre borradores y tipografías previas a la imprenta.

En un sentido de ironía, esa que nos hace en la vida ir y volver reencontrándonos con nuestros propios fantasmas, quizás Julio Cortázar siempre tuvo razón cuando escribió que: “Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. Ahora, varias décadas después, ese ejemplar gris y un poco derruido en la portada, con un aroma mucho más añejo y tras otras tantas leídas, es, si se piensa de esa forma, el tesoro que atestigua las primeras veces en que imaginé mis letras vertidas en un impreso, mientras acompañaba mi soledad

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