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Mirarnos al espejo no suele ser fácil, mucho menos cuando ese espejo tiene como particularidad el reflejo interno de los duelos resguardados en el subconsciente, requiere de gran valor el acercarnos a lo más profundo de nuestras emociones y abrir la caja de pandora que los ha resguardado, a veces por confort, y en otras ocasiones a raíz de alguna situación violenta que nos impactó, quedando la huella traumatizante del dolor u otros sentimientos que nos marcaron.

La lectura y la escritura tienen un poder terapéutico que se distingue de la mirada académica y del canon con que suele juzgárseles, pues la interiorización del conocimiento pasa también por el conducto que se liga con las emociones humanas, al final de cuentas, la psique no es únicamente una cuestión intelectual, pues es una parte integral que nos hace humanos, y somos por esencia natural: sentimiento y razón.

Las letras –escritas y leídas- son una ventana al reflejo interior, ya sea porque al leer nos identificamos con las ideas, personajes u emociones descritas por quien hace de las palabras su medio de reconocimiento, o también puede ser porque cuando somos nosotros mismos quienes plasmamos en algún texto una parte de nuestra vida o una serie de conceptos, estamos –queramos o no- dejando a la vista pública rasgos de nuestro ser. Esto último siempre me ha parecido una parte integral del compromiso del escritor-escritora, pues la congruencia con sus ideas y emociones es vital para el sostenimiento de su discurso, pues al final de cuentas, como reza la sabiduría popular: “a las palabras se las lleva el viento”, pero, en el caso de la escritura consciente, es el mensaje lo que perdura.

En estos días leo la obra Últimos días de mis padres, de la escritora Mónica Lavín, quien desde el inicio reconoce lo esencial que resultó para su proceso de duelo el escribir, ese elemento terapéutico de la escritura que le sirvió para poder pararse frente al recuerdo de sus padres y rememorar –no sin dolor- los instantes finales de la vida de quienes le dieron vida, y a quienes ella amará por el resto del tiempo en que exista. Lavín abre un sendero por su vida personal a manera de crónica, cuyos personajes centrales son sus padres, pero con la compañía de su propio ser, lo que, sin duda, resultó no sólo un reto, sino una verdadera proeza narrativa que desnuda su psique y sus emociones profundas adormecidas en el subconsciente.

Los traumas que podemos llegar a experimentar los seres humanos, suelen entenderse como un episodio o la concatenación de sucesos que nos generan un incontrolable nivel de estrés que no logramos gestionar ni regular, dejándonos una especie de marca que únicamente podemos ir superando al enfrentarnos a ella o ellas, y ahí, es donde para mí radica uno de los grandes valores de la escritura y la lectura, en esa posibilidad humana de generar un reencuentro con nosotros mismos a través del reflejo que produce el espejo de nuestro ser.

Por mi parte, un día escribiré sobre mi padre, sus huellas y las llagas, pero por ahora me resguardo en el recuerdo vivo de los días en que, entre la brisa y el mar, disfrutábamos en el puesto de Sisal, mismo al que regresé casi 30 años después, habiendo fallecido mi padre hace ya más de una década, y con la llama de la esperanza renovada. Por ahora, sólo queda escribir y leer, para narrar el dolor…

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