Un camino de retorno
Cristóbal León Campos: Un camino de retorno.
Hay quien dice que la vida no suele dar con frecuencia dos oportunidades iguales, y es muy probable que así sea, pero yo tengo la impresión de que ya voy por la enésima oportunidad, con altas posibilidades de requerir alguna más, y no es que desprecie lo que la vida da, sino más bien es que al vivirla uno se enfrenta al constante reto de sobreponerse a lo que acontece sin perder su propia personalidad, y en el caso de quienes escribimos sin perder la voz y la integridad a la hora de compartir aquello que se piensa y siente.
Y lo anterior viene a estas líneas como parte de un proceso que revela singulares instantes como el vaivén de un viejo reloj que aguarda el tiempo de marcar nuevamente la hora, dando así la señal del relámpago que se renueva o que debe convocarnos a la reflexión sobre qué es lo que se desea y hacia dónde avanzamos, quizás sin la conciencia necesaria. No sé cuantas veces este proceso interior nos golpee a cada uno, pero sí sé que al andarlo, aún con miedo, el túnel finaliza siempre con una nueva luz, sin olvidar que a veces ese túnel es más extenso y profundo de lo que suponemos o queremos.
Disfruto mucho el caminar por las calles céntricas entre el mar de gentes que avanza como almas llamadas al juicio -unas más aprisa que otras-, como si Caronte estuviera dando los últimos avisos antes de abordar la barca del destino eterno, y no es que busque el encuentro fraterno en ese transitar mundano, pues soy más bien un apasionado de la tormenta solitaria que conmigo avanza, o tal vez la soledad es una tormenta que me mueve sin que sea yo consciente de ello. En todo caso, sí puedo asegurar que en ese mar de gentes que busca su salvación hay historias que debieran contarse por lo excepcional de los casos, así como por lo común compartido de la humana existencia.
La búsqueda interior del remanso ante lo complejo no debilita los principios ni exonera los sentidos, más bien los fortalece si son los que anhelamos, pero igual los deshace cual viento de verano que pasa por la orilla con olor a mar, un instante de confort frente a un océano turbulento que nos invita a despojarnos de todo, sobre todo del ego, para adentrarnos en la profundidad insospechada y nadar a contracorriente, pues el encuentro con nosotros mismos es turbulento y algo inestable, mas no se le debe considerar un inapropiado acontecer; sin él habrá quien nunca sepa lo que pudo llegar a ser.
Hoy la velocidad de la vida nos agolpa de realidades fragmentadas, imágenes fuera de control que nos generan un sinfín de emociones, fugaces luces y sonidos que ensordecen y oscurecen ese diálogo interior que está pendiente de vivirse, disociándonos de nuestra realidad con sus complejidades y contextos, y sé que en esas calles que transito observo muros grises con bancos largos y blancos vacíos que esperan la llegada de las almas que se habrán de mirar, pues pareciera que hemos dejado de hablar de lo humano para consumir predeterminaciones insustanciales a través de mensajes difusos, hay un silencio inconexo en este baile de sombras que se dirigen a la barca sin reflexión y con gran pesadumbre.
Esas segundas, terceras o infinitas oportunidades que la vida da, son las coyunturas requeridas para volver al origen y desempolvar las verdades personales, esas que son incómodas, pero ciertas, y que puestas en movimiento ayudan a encontrar lo que se deja pasar. Duele, sí, siempre duele, pero nunca se termina de aprender a vivir, y el volver a empezar es eso; un caminar entre almas que se buscan así mismas para retornar a la vida.