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En horas de incertidumbre, y desde varios días antes, previo al impacto del huracán “Beryl” en la Península de Yucatán, autoridades y ciudadanía han seguido puntualmente el desarrollo de este fenómeno meteorológico –atípico para el primer mes de la temporada de ciclones, dicen los expertos–, que en pocas horas alcanzó la máxima categoría de 5 en la Escala Saffir-Simpson antes de comenzar su estela de daños en las islas del Caribe.

Que recordemos, dese el paso de “Gilberto” en la Península, en septiembre de 1988, la población comenzó a tomar conciencia de la peligrosidad y los graves daños que ocasiona la furia de la naturaleza representada por las tormentas tropicales y huracanes, que ahora se registran con más frecuencia y potencia, por causas atribuidas principalmente al calentamiento global, del que buena parte genera la actividad humana. Como evidencia, recientemente, este año (y los previos) se sintieron temperaturas extremas, incluso en lugares que nunca las habían vivido.

Estas situaciones han obligado a autoridades de los tres niveles de Gobierno a informar puntualmente a la población acerca del desarrollo y probable trayectoria de estos fenómenos –que “no tienen palabra”–, y a los ciudadanos a tomar las precauciones y estar preparados para amortiguar, en la medida de lo posible, el impacto. Hay planes de Protección Civil bien estructurados, lugares de refugio, logística para el desalojo de comunidades vulnerables, así como instituciones y gente bien organizada para brindar auxilio a quienes lo requieran. A nosotros nos toca atender esas indicaciones, proteger a nuestras familias y bienes, así como coadyuvar en nuestra colonia o población para ayuda a quienes lo requieran. Hay una mayor cultura de prevención y, aunque suene a cliché, también solidaridad.

Decía que desde “Gilberto”, considerado por la Organización Meteorológica Mundial como “uno de los ciclones más intensos, devastadores y mortíferos” registrados en el Atlántico en el siglo pasado, se generalizó el consumo de agua embotellada y ahora es común tener en casa suficientes garrafones; el desalojo de la gente de poblados en riesgo, para trasladarla a refugios y albergues, se realiza con oportunidad y en orden; la gente asegura sus viviendas, se aprovisiona de algunos víveres, lámparas y otros equipos y materiales (desde luego, no faltan las compras de pánico); las autoridades suspenden las actividades no esenciales para evitar riesgos innecesarios; y el Sistema Nacional de Protección Civil se activa con muchos días de anticipación, lo mismo que los planes del Ejército, la Marina y de otras dependencias federales y estatales vitales para atender los daños a la infraestructura.

Por otra parte, en estos momentos de angustia e incertidumbre, es común ahora informarnos a través de las redes sociales, pero se nos exhorta a consultar los sitios oficiales como los de Protección Civil, el Servicio Meteorológico Nacional y la Conagua, que replican y amplían la información de otros organismos como el Centro Nacional de Huracanes (NOAA) y otros que monitorean este tipo de fenómenos naturales.

Finalmente, no podemos hacer más que resguardarnos y esperar que el paso del ciclón, como en este caso “Beryl”, no sea tan destructivo, sobre todo en cuanto a víctimas, porque, como solemos decir, las pérdidas materiales pueden resarcirse, no las humanas. Hay que estar atentos, atender las indicaciones de la autoridad, cuidarnos y cuidar de nuestras familias, esperando que los efectos sean mínimos en el país.

Anexo “1”

Navegando con un ciclón

Un compañero editor me preguntó hace días si había vivido algún huracán estando embarcado en la Armada. Recordé que, en 1974, época de ciclones en el Pacífico, tras un mes de vigilancia en el mar patrimonial en la frontera de Chiapas con Guatemala, en el Guardacostas “Ignacio L. Vallarta” era parte de la tripulación de un centenar de marinos; debíamos retornar a nuestra base en Acapulco, pero, antes, repostar en Salina Cruz, Oaxaca. El jefe de la Estación de Radio entregó al comandante, un teniente de navío, el reporte meteorológico que indicaba la cercanía de un ciclón; era preferible no arrumbar a Salina Cruz, pero pensó que podía ganarle a la naturaleza y tomó la decisión… sus motivos tenía, pero esa es otra historia.

Y vinieron las consecuencias. Al entrar al área de influencia del meteoro, el buque fue arrojado a varias millas lejos de la costa y una noche las máquinas pararon; sin sistema de gobierno, el barco de casi 68 pies de eslora se mecía en el mar como cáscara de nuez y estuvo a punto de zozobrar. ¡Prepárense para abandonar el buque!, fue la orden que recibimos. Por fortuna, no ocurrió. Varios días después, casi sin víveres ni agua potable, avistamos de nuevo la costa adelante de Acapulco, en Papanoa. El comandante estaba asustado, sabía que puso en peligro su barco y a su tripulación. No hubo consecuencias, pues terminó su ciclo de mando en esa unidad y culminó su carrera como almirante.

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