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Recuerdo que en mi adolescencia muchas veces que discutí con mis papás al sentir que no me comprendían, era una desesperación creer que tenían un pensamiento anticuado, incluso desde mi perspectiva me parecían retrógradas, pero es justo eso, una perspectiva, la de un joven que cree que puede comerse el mundo, pero lo único que conoce con su poca experiencia es su imaginación pues, ni a sí mismo se conoce lo suficiente.

En mi caso siempre tuve el apoyo (hasta la fecha) de mis padres y abuelos. Soportaron el huracán que fui buscando la manera de ser diferente, pues la relación de padres e hijos se tiene también que fomentar con amor, amistad y comprensión. Cuando los padres nos cerramos a la generación de los hijos muchas catástrofes pueden suceder.

Está bien estudiado que los padres hipercríticos y exigentes producen baja autoestima en sus hijos, eso no significa que no haya una exigencia, autoridad o consecuencia en la paternidad. Quiere decir que haya un acompañamiento en el camino de las subidas y bajadas de los hijos. Regañar a un hijo por su fracaso es como decirle que no puede cometer errores, no puede fracasar y eso resulta hipócrita desde nuestro lado como padres, pues ¿quién no ha cometido un error? Por el contrario hay que enseñarle que hay caídas y levantadas, y el papel del padre es ayudarlo a que aprenda cómo se va a parar.

Por otra parte, tampoco es tarea del padre intentar a toda costa que su hijo no sufra o evitar que este cometa un error, el trabajo es enseñarle a “caer con estilo”, a aprender que se puede tropezar pero también levantarse y que la vida no se cuenta por las veces que nos caemos, sino por las ocasiones en las que nos levantamos. El dolor es parte de la vida, así como la felicidad o la angustia o el miedo e incluso la misma violencia que azota a la sociedad. No se pueden evitar.

Las generaciones son distintas y los padres piensan que tienen que educar a sus hijos basados en la educación que ellos recibieron, pero muchas veces olvidamos que lo que vivimos fue en un tiempo específico y que no se puede educar a una nueva generación con la visión del pasado. Lo que ya pasó ya pasó y lo que viene es lo que tenemos que preparar.

Antes era mal visto estar frente a una pantalla o ver una película con disparos en la televisión, pero hoy es claro que la pantalla forma parte del día a día y sin abusar de ella se vuelve en una aliada a través del celular, la tableta o la televisión y que, la violencia, se encuentra más cruda en la calle que en la tele y hay que prepararse para enfrentarla.

El choque del adolescente se deberá a esas ganas de retar y creerse perfecto, pensar que es un adulto aunque no conoce de prudencia. Está en su urgencia de crecer y en el no darse cuenta que los padres tuvieron una vida distinta a la suya. Mientras ellos mandan un mensaje de WhatsApp para hablar con su novia, las generaciones anteriores tuvimos que marcar al teléfono de la casa de nuestra novia, esperar que nos conteste su papá, pedirle que nos pase a su hija, hablar con ella una hora sin saber si alguien descolgó otro teléfono para escuchar nuestra plática y que de repente sea interrumpida por el mismo padre diciendo que colguemos porque usará el internet. Y esta generación de la que hablo tampoco podrá entender que las generaciones anteriores tenían que escribir cartas a mano y enviarlas por un cartero para poder comunicarse con su amada mientras esperaban, sin verla, muchos días e incluso meses, la respuesta.

El mundo cambia, pero es más fácil para la generación mayor comprender el cambio que sufrió la nueva generación que para la nueva comprender cómo era la anterior. El arduo trabajo de la paternidad del adolescente se reduce un poquito cuando se mira con amor, paciencia y comprensión de la situación actual del mundo.

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