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Verde, blanco y rojo; papel picado y banderitas tricolores hechas en china regadas por el suelo; colillas de cigarro en vasos de colores, mesas, sillas y manteles pegajosos de refrescos, comida y un penetrante olor a licor reposado por el sudor, el exceso y la noche. Decía Freud que una fiesta era un exceso permitido. Después del grito de Dolores, la suntuosidad de las ceremonias patrióticas y el abandono sensual de una borrachera al son de José Alfredo Jiménez, hay que limpiar la mesa y la conciencia del derroche, ¿qué nos queda?, ¿qué significa ser mexicano?

A lo largo de nuestra historia como país se ha intentado caracterizar ese esquivo concepto que denominamos como: identidad nacional. Quizá sea Octavio Paz con su ensayo “El Laberinto de la Soledad” quien más se atrevió a definir la manera de ser y estar de lo “mexicano”.

El polémico y autoritario nobel escribió que los mexicanos contemplaban el horror de su cultura; le rinden a la muerte; son creyentes, pero no crédulos; el optimismo, sólo necesario porque es mejor no entusiasmarse (la historia se queda al borde del camino con un: ¡ya merito!); el mexicano hace gala y romantiza su tristeza (José y José tiene categoría de príncipe en una suerte de emancipación de la derrota). Un mexicano pierde de otra manera, con arrojo y desbordado: “No es que esté triste carajo, es que me acuerdo”.

Según la cosmovisión de Octavio Paz, el mexicano no quiere divertirse, se excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo, porque un mexicano (ideal del profundo machismo que permea nuestra cultura) no se raja nunca. Los que se “abren” son cobardes –“Ay Jalisco, no te rajes”–. El mexicano se regodea en las fiestas públicas porque sólo ahí puede “abrirse”. La fiesta permite la expresión y salir de uno mismo: “Yo no sé si tu ausencia me mate, aunque tengo mi pecho de acero, pero que nadie me llame cobarde sin saber hasta dónde la quiero”.

Las mujeres, en el imaginario machista de nuestra cultura (que incluso llega al paroxismo de la romantización), son consideradas seres inferiores porque al entregarse, se abren. Su inferioridad se constituye en su sexo, en su “rajada”. ¿Cómo insulta un mexicano? “Hijo de la chingada”: hijo de la violada, hijo de la conquistada. La afrenta más grande es el honor mancillado del hombre a través del cuerpo de una mujer.

“Nada es más admirado en México que el gran chingón (…) Eres quien eres porque supiste chingar y no te dejaste chingar y te dejaste chingar: cadena de la chingada que nos aprisiona a todos: eslabón arriba, eslabón abajo, unidos a todos a los hijos de la chingada que nos precedieron y nos seguirán”, escribió Carlos Fuentes.

Considerando la interesante y osada empresa de Octavio Paz de caracterizar la manera de ser un mexicano, esta se convierte en una quimera ante la imposibilidad de establecer las esencias. No puede existir una esencia en tanto que nuestro país no es un proyecto cerrado y acabado. Es un relato continuo, cambiante que se va mutando de acuerdo con las vicisitudes de la vida nacional.

Total, México no se explica; en México se cree, con furia y con pasión.

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