Educación, mérito y éxito
Enrique Vera: Educación, mérito y éxito.
Escribía Michael J. Sandel, en su célebre ensayo “La Tiranía del Mérito”, que en una sociedad desigual quienes se encuentran en la cima de la pirámide quieren creer que su éxito tiene una justificación moral, en una sociedad basada en el mérito, esto significa que los ganadores deben creer que se han ganado el éxito exclusivamente gracias a su propio talento y esfuerzo.
Pero, ¿esto es realmente así?, ¿las personas más talentosas y más esforzadas son aquellas que ocupan los mejores cargos en una empresa y/o en la administración de Gobierno? No. Y las pruebas son contundentes.
Hace unos años, el economista Seth Zimmerman publicó una investigación en la que demostró que para llegar a un puesto directivo o al Congreso en Chile había que cumplir una serie de condiciones: uno, haber asistido a uno de los principales colegios privados de Santiago; dos, haber estudiado Derecho, Economía o Administración de Empresas; tres, haber estudiado alguna de las tres carreras antes mencionadas en la Universidad de Chile o en la Universidad Católica de Chile, y por último, ser hombre, claro, para llegar más rápido. Y así en otras latitudes. En Estados Unidos las universidades más prestigiosas están ocupadas por el 20% de las rentas más altas. En Princeton y Yale estudian más alumnos procedentes del 1% de las familias más favorecidas que del 60% más desfavorecidas. La desigualdad es un factor irrefutable que en la educación superior la meritocracia no existe.
En 2014, el ex ministro chileno Nicolás Izaguirre, hizo trizas el relato de la meritocracia de su país: “les puedo decir que muchos alumnos de mi clase eran completamente idiotas. Hoy son gerentes de empresas. Lógico, tenían redes. En esta sociedad meritocracia de ninguna especie”. En México, la élite política que gobernó casi 40 años, en su mayoría estudió en las mejores universidades de Estados Unidos y los únicos ejemplos demostrables de su talento fue el expolio y la tramposería.
Todo lo anterior plantea un problema en el diseño de la movilidad de nuestras sociedades y, en última instancia, en el sueño natural y legítimo de millones de jóvenes de clases medias y clases populares de aspirar a una vida mejor: si sólo un sector adinerado puede comprar el acceso a una buena educación y junto con ello la confortabilidad de una buena vida: ¿para qué tomarse la molestia de seguir estudiando?
Esta problemática plantea dos consideraciones. La primera es que afirmar que el progreso de un país tiene que estar basado en la educación sin tomar en cuenta factores de redistribución de la riqueza es un completo sinsentido que no va a ninguna parte.
El segundo elemento es que si bien es atractivo que una sociedad que recompense a los individuos conforme a los méritos, este planteamiento conlleva una oscura contrapartida configurando un escenario en donde se fomenta la soberbia entre los vencedores y un sentimiento de humillación entre los perdedores que genera un clima de resentimiento moral y cultural que da lugar a fenómenos políticos morbosos (véase el caso Donald Trump vs Hillary Clinton en donde el primero supo explotar el enojo de una clase trabajadora empobrecida que sentía que una élite liberal del partido demócrata los veía por encima del hombro).
Es por eso que el enfoque y los axiomas de la educación tienen que reorientarse considerando los factores de desigualdad que imperan en nuestra sociedad y poniendo en el centro el bien común.