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Se dice que vivimos tiempos de una polarización insoportable. Los análisis cortos de miras de buena parte de la comentocracia afirman que este fenómeno proviene exclusivamente de las maquinaciones de un líder carismático que es capaz de seducir y manipular a las masas. La gente no es imbécil. Los ciudadanos eligen en qué creer e incluso en qué engañarse. La mentira y la desinformación que se vierte en los medios de comunicación y las redes sociales no sólo busca engañar a las personas, sino confirmar los sesgos y las opiniones que esas personas tienen. Un ejemplo: aparece en una viñeta un señor viendo la televisión y a su lado su hija que le dice: “Papá, ¿no ves que te están mintiendo?”. Y el padre le contesta: “Hija, ¿cómo me van a estar mintiendo, si la televisión dice lo que yo pienso?”. Esa viñeta ayuda a cómo funcionan las fake news. La mentira tiene una función ideológica y, a veces, es más efectiva que la verdad.

Vivimos en una época donde los marcadores de certeza de los seres humanos se encuentran impugnados o en declive: Dios, el Estado, la Familia y el Trabajo. Estos elementos delimitaban a un lugar en el mundo de las personas, un sentido de identidad y pertenencia.

El empleo no sólo representa una remuneración con la cual cubrir nuestras necesidades y subsistir sino también una fuente de estima y reconocimiento social. Con la globalización financiera que se detonó a partir de los años 80s, la dignidad del trabajo se vio socavada. La clase trabajadora ha visto cómo el mantra del libre mercado ha servido para agravar las desigualdades en el mundo y su lugar en el mundo. No sólo se trata que los trabajadores hayan visto empeorar su salario y prestaciones; también perciben cómo a su trabajo no se le otorga una contribución social, premiando económicamente y socialmente a aquellos trabajos de las cuales obtiene un gran redito material y desdeñando a aquellos que sí tienen una aportación moral y cívica a nuestras sociedades. Solo un enloquecido devoto del libre mercado insistiría en defender que la contribución de un acaudalo magnate vale más que la de un maestro.

Aunado a esto, se manifiesta un ideal de nuestras sociedades que se presenta como positivo, pero que lleva consigo una contrapartida muy dañina para el tejido de los lazos sociales y la comunidad: la meritocracia. Este ideal propugna que el resultado de nuestro éxito en la vida lo determina nuestro talento y esfuerzo. Una aspiración de la cual en un principio nadie estaría en contra. La meritocracia, dada su naturaleza, no busca erradicar las condiciones de desigualdad que perpetúan injusticias sociales, sino lograr una movilidad arriba-abajo. Como señala el profesor estadunidense Michael J. Sandel, el éxito meritocrático de un jugador de beisbol afroamericano que en su infancia sufrió de discriminación y ahora tiene un alto status social gracias a su talento y esfuerzo no resuelve la raíz de la injusticia. El problema radica en el diseño de un sistema que hace que sólo se pueda huir de la injusticia anotando home runs. ¿Qué pasa con todas aquellas personas que tal vez no tienen un talento que el valor de mercado recompensa? ¿Es justo que vivan igualmente una situación de opresión?

Todas estas reflexiones son imprescindibles para comprender los humores de nuestras sociedades y hacen de la revalorización y dignificación del mundo laboral un imperativo.

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