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Enero, el mes de las promesas y propósitos desechables. Comienza un nuevo año y con ello el anhelo de cambiar nuestras vidas, sortear el vacío existencial y tener una pareja. Engrosar la cuenta bancaria, comer sanamente, evitar las bebidas enajenantes, ir al gimnasio, estilizarse los pómulos, los labios, la nariz, la barbilla, todo el cuerpo de ser necesario, tener un cuerpo de revista. Lucir lo mejor de uno mismo, viajar a lugares que nos permitan presumir en nuestras redes sociales con su respectiva frase inspiradora, ser empresario, encontrar el éxito, cambiar aquello que no nos gusta de nosotros, ser más empático, aprender a estar solo, alejarse de la gente tóxica. En última instancia… alcanzar la FELICIDAD, sí, con mayúsculas. Todo eso y más.

Sin embargo, la experiencia y la evidencia empírica tienen otros datos. La mayoría de las promesas y propósitos de año nuevo tienen poco recorrido. ¿Por qué? ¿Cuál es la vigencia de una promesa de un propósito? ¿Cuál es la diferencia entre una promesa y un propósito? ¿Basta con la voluntad para cambiar nuestros hábitos y comportamientos?

La diferencia entre una promesa y un propósito está ligado a nuestra relación con el otro. Una promesa, por lo general, es una intención dirigida. Le prometemos al otro u otros: a la pareja, “Te prometo que voy a cambiar”; a los hijos, “Les prometo que seré mejor padre, mejor madre”; a la virgen, “Te prometo virgencita que, si me lo cumples, me convierto en mejor persona”. Las promesas tienen un carácter metafísico, divinal. Los prometedores se encomiendan a una pasión que los trasciende. En cambio, los propósitos son meros propósitos, intenciones, que hacemos respecto a nosotros mismos, deseos en primera persona que no manifiestan el arrojo y el desbordamiento de una promesa.

Dice el argot popular que uno no debe hacer promesas que no vaya cumplir. ¿No será acaso mejor no hacer promesas que cumpliremos? Hay que tener cuidado con lo que uno desea. Se corre el riesgo de convertir el anhelo en penitencia. Nada más peligroso que ser esclavo de nuestros propios deseos. Un deseo pierde su intensidad cuando se consigue. Es por eso que nos obsesionamos con aquello que no tenemos. ¿Será por eso que a pesar de nuestros intentos fallidos seguimos haciendo promesas y propósitos? Tal vez la finalidad no sea cumplirlos, sino simplemente desearlos y nada más.

El 2023 se presenta como un año de transiciones, donde las promesas serán imprescindibles. El mundo se aferra al clavo ardiendo de un optimismo disuasorio y espera que la guerra entre Rusia y Ucrania no escale a proporciones apocalípticas -lo cual no es menor-. Si se cumpliera el deseo, el final de la guerra, supondría un paliativo para la economía global que aminoraría posibles estallidos sociales. Emparentado con este primer deseo, está el anhelo de evitar otro virus contagioso que vuelva a poner el mundo de cabeza. Es curioso como el espíritu de la época: árido, vertiginoso e inasible siglo XXI, no está enfocado en trabajar por una utopía, sino en sobrevivir a la siguiente calamidad.

En nuestro país, elecciones en Coahuila y el Estado de México que serán el primer tiempo de un partido que terminará en 2024 con la elección presidencial. Los problemas de la gente brillarán aún más por su ausencia en los espacios mediáticos y se hablará de candidatos, partidos, votos, traiciones, encuestas. Volverán los discursos embutidos de promesas.

Promesas que se rompen antes de pronunciarse. Dicen que prometer es gratis. ¡Feliz 2023!

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