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Decía Platón que el objetivo fundamental de una democracia era procurar la justicia. Todo buen Gobierno o que aspire a ser tildado de democrático, tiene la obligación intrínseca de generar condiciones de desarrollo que permitan a los ciudadanos vivir de manera plena y en armonía.

No obstante, del dicho al hecho hay mucho trecho. Una cosa es llenarse la boca con promesas de cambio, progreso, bienestar y otra muy diferente hacer del verbo, carne y cumplirlo.

Uno de los errores que comete por lo regular todo Gobierno con las más nobles intenciones radica en la concepción de su idea de sociedad. Generar políticas públicas que le permitan a millones de personas salir de la pobreza es muy importante; aún más en países como en México, donde la marginación y la pobreza extrema son dos heridas lacerantes. Pero vayamos más lejos, la idea de bienestar no puede estar ligada exclusivamente al consumo. Una verdadera democracia no busca consumidores, sino ciudadanos.

Como bien lo desarrolla Michael J. Sandel en su imprescindible obra “La Tiranía del Mérito”, el trabajo no es sólo una fuente de ingreso económico que nos permite satisfacer nuestras necesidades básicas: alimento, vivienda, vestido, salud, sino también una forma de reconocimiento y estima social.

El trabajo es algo más que un centro laboral donde pasamos una determinada cantidad de horas, es un elemento fundamental en la conformación de la identidad del ser humano, una identidad colectiva – y no individual- que se crea cuando el individuo percibe que forma parte de algo más grande que él mismo.

Afirmar que el racismo furibundo de la clase trabajadora que votó Trump es simplemente producto de la ignorancia, sólo expresa la pereza o consuelo intelectual de quien hace ese análisis. Diferentes estudios realizados posteriormente en Estados Unidos, han demostrado que la globalización, la deslocalización empresarial no sólo dejó sin trabajo a buena parte de la clase trabajadora autóctona estadounidense, sino que ha atomizado comunidades enteras transformando sus costumbres, tradiciones y hasta el aspecto de sus construcciones. Todo lo anterior fomenta un clima de angustia, miedo, enojo; la triada del odio. Y cuanto esto sucede siempre es más sencillo echarle la culpa a los demás. El diablo son los otros, decía Sartre.

Es por eso que todo proyecto democrático tiene que ser algo más que maximizar el bienestar de consumidores, tiene que ser una idea de comunidad donde los ciudadanos siempre estén construyendo una identidad colectiva que aspire a forjar un sentido de pertenencia en favor del bien común.

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