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Si algo caracteriza al 14 de febrero, es el desbordamiento, el paroxismo, la parsimonia de la demostración amorosa. La performatividad del Día de San Valentín implica un exceso, y por tanto, una resaca. ¿Qué secuelas nos deja la celebración del amor? Arrobados por el aguijón de la pasión, ¿qué cosas decimos sobre del amor?

Uno de los debates más álgidos sobre el Día de San Valentín radica en torno al hecho de si debería celebrarse, dado que el amor y la amistad deben cultivarse todos los días.

En conjunto con el argumento anterior, se dice que el 14 de febrero es sólo un pretexto del capitalismo y el marketing para fomentar su carácter consumista. Sobre esto habría que ponderar que el amor ya existía antes del capitalismo, por consiguiente, el primero no implica patrimonio exclusivo del segundo. Es cierto, el capitalismo tiene la capacidad de fagocitar cualquier causa, reivindicación o sentimiento y convertirlo en una mercancía. Pero el crimen nunca es perfecto. Hay reductos del ser humano como el vínculo, el encuentro del otro, la intimidad que el capitalismo no puede suprimir más allá de la influencia que ejerce sobre estos.

Decía el gran Nikola Tesla que cuando comprendes que toda opinión es una visión cargada de historia personal, empiezas a entender que todo juicio es al final una confesión. Gran parte de los vehementes negacionistas del 14 de febrero son en el fondo sus mayores creyentes. Detrás de esa negación suele esconderse un amor, una necesidad de encuentro con el otro no correspondida. En un mundo lleno de miserias y sinsabores, alejado de la lógica mercantil, celebrar el amor y la amistad es un acto de resistencia.

Otro de los discursos más llamativos en la actualidad y emparentado con el Día de San Valentín, es la reafirmación constante de un concepto problemático: amor propio. “Este 14 de febrero celebra el amor propio”, reza una publicación en redes sociales. Este concepto es infructuoso dado que por naturaleza el amor implica la relación con el otro, con su alteridad, y constituye semánticamente un oxímoron: dos conceptos contrapuestos e inviables. El amor que sólo se mira el ombligo es otra cosa; narcisismo, por ejemplo.

El amor propio es una falacia que se ha convertido en una coartada para toda clase de abusos y atropellos en las relaciones humanas: “Porque me quiero, tengo derecho a pasarte por encima”, y también en una justificación desoladora de una autosuficiencia bastante ingenua: “No necesito a nadie para ser feliz”. Seguramente quienes esgrimen este argumento están a punto de irse a vivir en soledad a lo más alto de una montaña. Muchas veces cuando alguien habla erróneamente de amor propio, se refiere al respeto y dignidad que merece cualquier humano. Eso nunca debe estar en discusión.

El amor es un relato que siempre está resignificándose de acuerdo a nuestras experiencias. Cuando encontramos regocijo en él puede ser el más sublime de los sentimientos; cuando encontramos desdicha, el responsable de las horas más bajas de nuestra vida. Pero esto no debe empañar una idea fundamental: el amor es dejar ser para ser más, para dejar de ser uno mismo y encontrarse con otro con toda su alteridad, con toda su diferencia. Es así que el amor es un proyecto de comunidad y por tanto, un proyecto político.

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