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Cuando comenzó la pandemia de coronavirus, la promesa de un mundo mejor estaba a la vuelta de la esquina. Como seres humanos habíamos comprendido, por fin, que para lograr la transformación social era necesario retomar valores como la solidaridad, la empatía y la cooperación. Se gestó un sentido común que nos mostraba que la crisis civilizatoria que habíamos vivido no todos íbamos en el mismo barco; algunos iban en barco, pero la gran mayoría en balsa, y muchos otros, nadando.

La pandemia rompió las burbujas culturales que no nos dejaban ver más allá de privilegios y ponerse en los zapatos de los que no habían tenido las mismas posibilidades en la vida. El infierno ya no eran los otros y había llegado el momento de comprender que los problemas de nuestro tiempo se resolvían como sociedad y no a través de simples responsabilidades individuales. Era el momento de un abrazo global, meloso y cursi como pastel de quinceañera.

Sin embargo, uno de los elementos más perversos de la distopía que nos sucedió fue la capacidad del Covid-19 para situarse como una excepcionalidad permanente, como una especie de modorra consistente en el tiempo que hizo que el optimismo revolucionario del amor que marcó el inicio de la pandemia tuviera el mismo potencial transformador que tienen las promesas de año nuevo o inicio de semana: muy poco o nulo.

La voluntad de afrontar las desigualdades de nuestro planeta, al igual que comenzar la dieta el próximo lunes o dejar de fumar, decae porque eso que hemos nombrado neoliberalismo no es sólo la apoteosis de una hipótesis económica, sino un sistema de valores, una manera de estar en el mundo.

En la actualidad, la manera de relacionarnos está marcado por una antropología neoliberal que va mercantilizando todas las áreas de influencia del ser humano: el sexo, el amor, el deporte, la amistad. Todo esto es logrado por medio ya no a través de la fuerza, como lo hacía el capital de antaño, sino de una forma más sofisticada: por medio de la persuasión (hegemonía lo llamaba Gramsci) de la ideología de una clase dominante que esconde sus privilegios por medio de modelos, aspiraciones y discursos falsos de esfuerzo personal, meritocracia y un éxito medido por el tamaño de la cuenta en el banco. Es por eso que una cajera de una tienda de ropa juvenil o los jóvenes que trabajan en condiciones precarias en un cine no se definen como trabajadores ya que dicha etiqueta afea; mejor percibirse como “clase media” y aspirar a ser Elon Musk aunque el tipo sea un caradura.

Toda aspiración es legítima en el capitalismo siempre y cuando actúe bajo el esquema de la ganancia. El coronavirus confinó a millones de personas en sus casas, pero el metabolismo de nuestra sociedad capitalista permaneció intacto. Si durante la pandemia lo único que podías hacer es quedarte en casa, pues ¡comprar!: comprar más, comprar mejor. Ante el miedo, el cansancio, la incertidumbre o el aburrimiento, seguir deseando, seguir comprando. Llenar el vacío con miles de descuentos en línea.

Pero el crimen no es perfecto. El ser humano para bien y para mal cuenta con ciertos resquicios que son inapropiables para el capital: la necesidad como animal social de tener contacto con el otro; la intimidad de una charla, la risa, los abrazos, las caricias, la posibilidad de soñar, los afectos significan la disidencia de un sistema que nos quiere aislados, infelices, pero eso sí, productivos y funcionales hasta desfallecer.

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