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Decía Pierre Bourdieu que las preferencias culturales se ven condicionadas por la clase social a la que se pertenece. Las creencias, ostentaciones, estilos de vida y consumo relacionados con arte no suceden al azar; forma parte de un conjunto de saberes y comportamientos que dictamina un capital, que va más allá de lo económico; un “capital social”, como bien lo describe en su obra Bourdieu.

Generalmente siempre se ha asumido que el buen arte, o sea la alta cultura, sólo puede ser apreciada por un selecto grupo de notables que pueden comprenderla, mientras que, para el pópulo, para las grandes masas, sólo está disponible a las excrecencias de la cultura popular, que es de poco valor. ¿Cuál es la diferencia entre un artista y un artesano? Claro, que el artista crea y el artesano suda. Un elemento meramente de clase que determina el valor, tanto monetario como estético de la obra.

Los estilos de vida y consumo no son diferentes. Salvo legítimas aficiones que corresponden a intrincadas inclinaciones relacionadas con la historia particular de cada uno, muchos de los divertimientos sociales corresponden a un “sentido social del gusto” (todo está en Bordieu) que posibilita o no el acceso a un estatus, circuito social y reconocimiento.

En la actualidad, se pueden observar dos tipos de fenómenos sociales relacionados con el gusto. Por un lado, la apropiación cultural de estilos vida y consumo considerados plebeyos: ir una cantina a tomar mezcal, pulque o caguama (próximamente será tepache) o escuchar cumbia o corridos tumbados. Todo esto reconvertido por medio de un proceso de gentrificación donde lo local, lo regional, lo “artesanal” en algo chic, un ornamento o una “experiencia” (véase el caso de las agencias de turismo en San Francisco que promueven la experiencia de visitar un barrios marginales). Todo cool (Ni frio ni caliente, templado) todo chill.

Por otra parte, se encuentran los divertimientos y gustos adquiridos de carácter aspiracional; gustos nobles. El pádel es uno de ellos. Un deporte creado por un “empresario” (nada más aspiracional en nuestra era) en una finca (algo para alcance de todos, claro está). El ejercicio del pádel, así como la afición a la F1, se ha convertido en un elemento de identidad cultural que, mediante un circuito social, permite a las clases acomodadas (o que piensan que son acomodadas, aunque no lo sean) reproducir entablar o engrasar relaciones sociales. No es tanto el deporte en sí, sino el status o reconocimiento que brinda a quienes comparten sus historias en redes sociales con pala en mano. El pádel es el equivalente a la reunión escolar de colegios meridanos donde señoras de alta alcurnia intercambian confidencias mientras las nanas cuidan a sus hijos. Eso sí, un divertimento plebeyo puede convertirse algo “cool”, pero nunca a la inversa. Cuando un gusto de carácter noble se convierte en algo masivo, los nobles, notables en cuestión se inventarán otro.

Por último, no deja de llamar la atención cómo las partidas de pádel se han convertido en un reducto de un prototipo de masculinidad: hombres blancos, heterosexuales, aficionados al FIFA, seguidores del Real Madrid, que van a una “Barber Shop”, pero que ojo ¡eh!, que no son machistas ni feministas.

No digan después que no había señales (risas).

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